“Si descubro que una sola palabra tuya es mentira, no vuelvo nunca más.”
Con esa frase cargada de rabia contenida, Manuel se planta frente a los barrotes de una celda que jamás imaginó pisar. Frente a él, su madre, la exmarquesa Cruz, lo observa como si de ese encuentro dependiera su última oportunidad de redención. Pero no hay lágrimas que valgan en ese instante. Lo que está en juego es la verdad.
Todo comienza con una carta. Un papel doblado, arrugado, manchado quizá por el tiempo o por las manos temblorosas que lo han abierto una y otra vez. Manuel la ha recibido desde la prisión, y aunque su primer impulso fue romperla, algo dentro de él —un eco lejano de hijo— le impidió hacerlo. Durante días, lucha contra el impulso de creer. Se encierra con sus pensamientos, evita hablar del tema y hasta intenta enterrarla entre los muebles del palacio.
Pero la verdad siempre encuentra su camino.
En una noche sin dormir, busca a Curro. Ya no como lacayo ni como hijo bastardo, sino como hermano. Lo que descubre esa noche rompe el silencio: Cruz podría estar diciendo la verdad. Pía y Lope también han investigado. Los registros médicos de Hann fueron falsificados. Los frascos que contenían su tratamiento estaban contaminados. La herida del disparo no era mortal. Fue envenenada, lentamente, como si alguien quisiera asegurarse de que no sobreviviera para hablar.
Y entonces los nombres salen a flote como puñales: Lorenzo. Leocadia. Jacobo.
Manuel apenas puede respirar. ¿Jacobo? ¿El hombre que amaba a su hermana? ¿El que compartía su vida con ellos bajo el mismo techo? Según Cruz, él fue quien disparó a Hann. Lo hizo por orden de Lorenzo, manipulado por promesas y por un odio visceral hacia Curro. Leocadia, siempre en la sombra, tejió los hilos del engaño para quedarse con todo: el poder, el palacio, la familia.
¿Por qué Cruz calló tanto tiempo? Por miedo. Por chantaje. Por orgullo. Pero ahora, encerrada, sin nada que perder, decide entregarlo todo. Se arrodilla en su celda, retira un ladrillo suelto y extrae un sobre grueso. Dentro, documentos, copias de cartas, confesiones… pruebas reales. Algo que puede destruir el mundo de los traidores.
Manuel lo toma con manos temblorosas. Siente el peso literal de la justicia, pero también del peligro. Si ese sobre cae en manos equivocadas, él será el próximo objetivo.
El camino a la cárcel no es sencillo. El sargento Burdina lo enfrenta, le exige autorización. Pero Manuel no tiene tiempo para papeles. Irrumpe en los pasillos húmedos, esquiva guardias, grita el nombre de su madre con desesperación hasta encontrarla.
Y ahí, en esa celda fría, ocurre lo impensable: no un perdón, sino una tregua. Cruz le cuenta todo, sin rodeos. Le habla del odio que sentía por Hann, pero también del límite que nunca cruzó. Jura que no fue ella. Suplica que la escuche. Le entrega pruebas. Y lo advierte: si sigue adelante, pondrá su vida en riesgo.
Manuel no responde. Solo guarda el sobre dentro de su abrigo y corre. Corre por los pasillos, no con miedo, sino con una decisión nacida de la pérdida, del amor y de una promesa.
Porque ahora, por fin, lo entiende: Hann no murió por accidente. Fue víctima de una conspiración. Y alguien pagará por ello.
¿Puede Manuel perdonar a su madre después de todo? ¿Utilizará las pruebas para exponer la verdad, aunque eso signifique destruir a quienes alguna vez consideró su familia?
¿O el miedo lo paralizará antes de cumplir con su promesa?