Del silencio del bosque al inicio de una nueva complicidad: Gabriel y Begoña descubren que el campo guarda más que aves.
Hay momentos que, sin ser planeados, se convierten en pequeños giros del destino. Y eso fue exactamente lo que vivieron Gabriel y Begoña durante un paseo aparentemente sencillo por el campo, rodeados por la paz de la naturaleza y la luz suave de un día tranquilo. Lo que no imaginaban es que en medio de árboles y cielos abiertos, encontrarían no solo aves, sino también una conexión inesperada que los acercaría como nunca antes.
Mientras caminaban entre senderos, Begoña notó unos prismáticos colgando del cuello de Gabriel. La pregunta fue espontánea, curiosa: “¿Para qué los usas?”. Gabriel sonrió, como quien guarda un secreto tierno, y respondió que eran para observar aves. Le confesó que esa era una afición suya desde siempre, algo que había dejado de lado por un tiempo, pero que últimamente había vuelto a disfrutar.
Begoña quedó encantada con la idea. Le pareció hermoso que alguien dedicara tiempo a observar el vuelo libre de los pájaros. Le preguntó si era una costumbre frecuente, y Gabriel explicó que durante su matrimonio con Jesús no solía hacerlo tanto, ya que a su esposo no le agradaban mucho las actividades al aire libre. Ahora, en cambio, ha retomado ese gusto junto a Julia, e incluso planea una excursión especial con ella.
La conversación fluyó con naturalidad. Hablaron de rutas, de especies, de paisajes. Gabriel mencionó que a veces viaja media hora o más solo para encontrar el lugar adecuado para avistar aves. Begoña, con cierta nostalgia, le habló de su época en Tenerife, cuando solía caminar por la montaña. No para observar aves, sino para reencontrarse consigo misma en medio del silencio del monte. El respeto y el amor por la naturaleza, les confesó, fue algo que heredó de su padre.
Y ahí fue donde todo se volvió más íntimo. Gabriel compartió que a él le pasaba lo mismo: los montes pardos de Toledo le evocaban a su padre, un hombre que solía emocionarse recordando las jornadas de caza en aquella zona. De pronto, dos mundos distintos se unieron en una memoria compartida. Dos pasados se encontraron en la evocación de un amor paternal y en la raíz común de un vínculo con el campo.
Impulsada por esa cercanía, Begoña le sugirió a Gabriel que debería salir más a menudo, ahora que la primavera comenzaba a florecer. Gabriel se quedó en silencio. Un instante breve, pero cargado de interpretación. Begoña pensó que quizás no quería compañía, así que se apresuró a decir que no pasaba nada, que podía ir solo si lo prefería.
Pero Gabriel se apresuró a responder. No era eso. Lo que pasaba era que no tenía ropa adecuada para salir al campo. Lo dijo con una sonrisa, casi con vergüenza, como quien no quiere admitir que tiene ganas, pero le falta una excusa. Begoña, rápida y práctica, le ofreció buscarle ropa de su talla. Él aceptó encantado, bromeando con que le vendría bien alguien que conociera bien esos caminos.
El momento terminó entre risas suaves y promesas implícitas. Quedaron en salir juntos al campo. No solo a ver aves. También a compartir silencios, miradas, recuerdos, y tal vez—muy pronto—emociones que ni ellos mismos se atrevían aún a nombrar.
Porque a veces, entre las hojas que crujen bajo los pies y los cantos lejanos de los jilgueros, nace algo más que una amistad.
¿Será esta salida al campo el primer paso hacia un nuevo amor? ¿O solo un refugio compartido entre dos almas heridas?