Curro y Ángela: Rescate en la Ermita, Lorenzo desenmascarado
El dos de septiembre amaneció sobre La Promesa con un sol insolente, un resplandor dorado que bañaba los campos y los tejados del palacio, como si la naturaleza ignorara la sombra de angustia que pesaba en el corazón de sus habitantes. El aire, normalmente vivo con las voces del servicio y el rumor de los señores, estaba cargado de un silencio malsano, denso, que solo podía significar una cosa: Ángela no estaba.
La noticia se había extendido como un rayo por la finca. Cada rincón, desde las cocinas hasta los salones más fastuosos, murmuraba lo mismo: había desaparecido. Para Curro, la ausencia de Ángela era una herida abierta, un vacío insoportable. Cada respiración era una lucha contra el pánico que lo devoraba. El mayordomo Cristóbal, creyendo protegerlo, lo había apartado de la búsqueda: “Estás demasiado afectado”, le dijo con frialdad. Pero para el joven aquello no era protección, sino condena.
Reclinado contra un muro helado del pasillo del servicio, observaba con impotencia el ir y venir de los grupos de búsqueda, los ladridos de los perros, los gritos de órdenes. Todo era ruido lejano, ajeno. En su mente solo resonaba la última vez que había visto a Ángela, riendo bajo el viejo roble junto al río. Esa luz en sus ojos se había convertido ahora en un recuerdo doloroso.
Y entre el tumulto, sus ojos se cruzaron con los de Lorenzo. El capitán supervisaba la búsqueda con una calma insultante. Su negativa a cualquier sospecha había sido rotunda, incluso ofensiva. Pero Curro había percibido algo: un destello fugaz en su mirada, un brillo de triunfo. Su intuición le gritaba que Lorenzo estaba mintiendo.
Fue Leocadia, la doncella de la marquesa, quien confirmó sus sospechas con un gesto casi imperceptible. Ella también desconfiaba del capitán. Una alianza silenciosa nació en ese instante. Curro tomó una decisión: si no podía buscarla oficialmente, lo haría a su manera.
En la humilde habitación de Ángela, entre el olor a lavanda y los recuerdos intactos, encontró lo inesperado: un dibujo torpe de una orquídea silvestre, con una sola palabra escrita debajo: Ermita. El corazón de Curro dio un vuelco. La Ermita del Desamparo, un viejo santuario en ruinas escondido en el bosque. Recordó cómo, semanas atrás, había hablado con ella de aquel lugar misterioso. ¿Podría ser esa la clave?
Mientras tanto, en el aire, Manuel sobrevolaba los campos en su aeroplano junto a Enora. Desde las alturas divisaron un trozo de tela azul atrapado en una rama: parte del uniforme de servicio. Una pista clara. La tensión entre ellos se disolvió ante un objetivo común: encontrarla.
En el despacho del marqués, Catalina golpeaba la mesa con furia. Los nobles se negaban a negociar la deuda, empujándolos al borde de la ruina. “El barón de Valladares es el cabecilla”, dijo con determinación. “Si lo neutralizamos a él, los demás cederán”. Alonso dudaba, pero el nombre de Valladares pronto quedaría marcado en un complot aún más oscuro.
En paralelo, Lorenzo se felicitaba por lo bien que funcionaba su plan. Había elegido a Ángela como peón perfecto: querida por Curro, invisible para los demás. La mantenía oculta en la ermita, alimentada y vigilada, lista para que él mismo la “rescatara” y ganara así la gratitud de todos. Su manipulación era impecable… hasta que se enteró de que Manuel había visto aquel pedazo de tela en el bosque este, demasiado cerca de su escondite.
Pero Curro ya cabalgaba hacia allí. Con el dibujo en el bolsillo y el corazón en llamas, ensilló a Ventisca y se lanzó al galope hacia la ermita. El bosque, solemne y sombrío, parecía un laberinto de sombras. Finalmente, entre los claros, apareció: la Ermita del Desamparo, derruida y cubierta de hiedra, como un esqueleto olvidado.
Dentro, en la penumbra húmeda, la encontró. Ángela, acurrucada sobre una manta, pálida pero viva. Al verlo, sus ojos se llenaron de lágrimas: “¿Curro?”. Él la abrazó con toda su fuerza, jurándole que ya estaba a salvo. Ella le confesó con voz temblorosa lo que había escuchado antes de ser secuestrada: Lorenzo hablaba con alguien sobre la herencia, sobre manipularlo a él, sobre una alianza con el barón de Valladares. La verdad era aún más siniestra de lo que temía.
Pero el alivio duró poco. Una silueta oscura apareció en la entrada. Lorenzo. Su sonrisa era la de un depredador acorralado, sus palabras, veneno puro: “Iba a ser tu héroe, sobrino. Pero siempre arruinas todo. Eres tan impulsivo como tu padre”. El enfrentamiento era inevitable.
La lucha fue brutal. Lorenzo, más fuerte y entrenado, casi asfixió a Curro contra la pared. Ángela, en un acto de valor, golpeó al capitán con un madero, liberando a su amado. Forcejearon entre polvo y escombros, hasta que la voz de Manuel resonó desde fuera: “¡Curro! ¡Ángela!”. El capitán, comprendiendo que su farsa se había acabado, huyó entre las ruinas, dejando tras de sí un rastro de rabia y derrota.
El regreso al palacio fue un estallido de alivio y de incredulidad. Ángela estaba viva, pero con su testimonio reveló el complot más peligroso hasta entonces: Lorenzo había actuado en alianza con el barón de Valladares para arruinar a los Luján y manipular la herencia. La familia, atónita, comprendió que el enemigo no estaba afuera, sino dentro de sus propias paredes.
La Guardia Civil no tardó en capturar a Lorenzo cuando intentaba escapar hacia la estación del tren. Su arrogancia se había desmoronado; lo que quedaba de él era apenas la sombra de un hombre consumido por la codicia.
Esa noche, La Promesa respiró aliviada. La amenaza inmediata había pasado, pero quedaban las cicatrices. En la cocina, Enora y Toño dejaron atrás rencillas. En la biblioteca, Catalina y Alonso planearon su contraataque contra Valladares, ahora armados con pruebas.
Y en una habitación perfumada con flores, Curro y Ángela se miraban como si el mundo hubiera vuelto a nacer. Él le mostró el dibujo de la orquídea que lo había guiado hasta ella. Ella sonrió: “Lo hice pensando en ti. Tú eras mi esperanza”. El beso que compartieron fue más que alivio; fue la promesa de un amor sellado en la oscuridad, pero destinado a florecer bajo la luz.
La jornada había sido de sombras, pero también de revelaciones. Lorenzo había caído, Valladares estaba en la mira, y el amor había encontrado su lugar en medio del caos. La Promesa sobrevivía, una vez más, a la traición, y el amanecer prometía ser más luminoso que nunca.