“Que no, que revelar es muy complicado… Yo no valgo para esto.”
Las palabras de Fina resuenan como un grito de derrota, uno que nace desde lo más profundo de una inseguridad dolorosamente real. En su laboratorio, sola frente a sus negativos, ella no ve imágenes: ve fracasos. En un arranque de desesperación, empieza a arrancar sus fotos, una por una, como si al destruirlas pudiera también deshacerse de esa sensación sofocante de inutilidad.
Carmen y Claudia entran justo a tiempo para ver la devastación. Sus ojos se llenan de sorpresa, luego de urgencia. Carmen corre a detenerla. “¿Qué estás haciendo?”, le pregunta, con una mezcla de temor y cariño. Pero Fina está superada. “No sirvo para esto”, repite, como una sentencia inapelable. Insiste en que revelar fotos es demasiado complicado, que Claudia debería buscar a alguien más para el calendario de la casa. La frustración no es solo profesional: es existencial. Ella se siente un fraude.
Carmen intenta animarla, le recuerda que tiene talento, que no puede rendirse a la primera. Pero Fina sigue hablando, cada palabra cargada de decepción consigo misma. Siente que se ha engañado creyendo que podía con el reto, que lo justo hubiera sido contratar a un fotógrafo profesional desde el principio. Claudia, con calma, le responde: no hay problema, no pasa nada con el calendario. Pero Fina, ya emocionalmente colapsada, solo puede ver el fallo. “Te he fallado”, le dice, con una sinceridad que corta el aire.
“Claro que no”, responde Claudia, con esa mezcla de dulzura y firmeza que la caracteriza. “Aún tenemos tiempo para encontrar una solución.” Carmen no lo duda. “No vamos a buscar a nadie más. Tú vas a hacer el calendario.” No es una sugerencia, es una declaración de fe.
Para suavizar el ambiente, propone salir a cenar las tres. Claudia se suma con entusiasmo. Pero Fina no puede. Necesita descansar. Se despide con una mezcla de cansancio y culpa, dejando a sus amigas con un corazón roto… pero con una determinación creciente.
Y ahí, en medio del desencanto, nace una idea.
Carmen, práctica y luminosa, tiene un plan: llevar los negativos de Fina al mejor laboratorio de revelado de Madrid. “No solo las revelarán bien —dice—, también ampliarán las mejores para una exposición.” Quiere que toda la colonia vea lo que Fina no es capaz de ver en sí misma: su talento.
Claudia se entusiasma. “¿Qué son los negativos?”, pregunta con una honestidad adorable. No lo entiende, pero quiere ayudar. Carmen le explica que usarán el laboratorio que Marta elige para las campañas publicitarias de la empresa: el mejor de los mejores.
Es un momento simple, pero profundamente revelador. No se trata solo de salvar un proyecto fotográfico. Se trata de salvar a una amiga de su propia autocrítica. De recordarle su valor. Carmen y Claudia no la presionan, no la corrigen con dureza. La acompañan, la sostienen, y están dispuestas a hacer lo que haga falta para que ella vuelva a creer en sí misma.
En un mundo que a menudo juzga sin piedad los errores, esta escena es un recordatorio del poder silencioso del cariño, del valor de una red de apoyo que no exige, sino que comprende.
¿Quién no ha sentido alguna vez que no es suficiente? ¿Y quién no ha necesitado, al menos una vez, que alguien crea por nosotros cuando ya no podemos hacerlo?