Pedro despertó con el cuerpo vencido, como si cada célula de su ser le recordara que ya no podía más. Su rostro, pálido y apagado, era el reflejo de noches sin descanso, de pensamientos obsesivos que lo acosaban sin tregua. Frente a él, Digna lo observaba con una mezcla de amor profundo y miedo silencioso. “¿No has dormido nada, verdad?”, preguntó al acercarse, con la voz envuelta en ternura y firmeza.
Pedro ni siquiera fingió una sonrisa. No tenía fuerzas. “He estado dándole vueltas a todo el asunto del perfume de Cobeaga. No me deja en paz.” Su voz no era la de un hombre cansado: era la de un hombre derrotado por sus propias exigencias. Digna se sentó a su lado, dispuesta a no dejarlo seguir cayendo. “Pero no puedes seguir así, Pedro. Estás obsesionado.”
Él la miró con los ojos opacos, como si el alma se le estuviera desmoronando por dentro. “No es un simple error, Digna. Es una falta grave. Brosar ha cruzado la línea. Quiero retirar todo del mercado. Dejar claro que hay consecuencias.”
Pero ella lo interrumpió con la realidad más cruel: su salud estaba colapsando. Pedro apenas comía, su estómago ardía, su piel perdía color. Él, en un acto casi infantil, lo minimizó todo. “Es solo ansiedad… nervios.” Digna no lo aceptó. No podía. “Pedro, llevas días sin comer. Deberías ir al médico.”
Él frunció el ceño. “No es necesario.” Pero cuando admitió que sabía que ella se lo había contado a Luz, la tensión entre ellos se volvió palpable. “Claro que sí lo conté —dijo ella con firmeza—. Me preocupo por ti. Lo que veo es que ya no eres el mismo.”
Y ahí, en ese silencio cargado de verdades no dichas, Digna lanzó su petición más dolorosa: “¿Por qué no das un paso atrás? ¿Por qué no cedes la dirección a Joaquín ya?” Pedro reaccionó como si le hubieran arrancado algo de lo más profundo. “No puedo, Digna. No ahora. No sería justo para Joaquín… ni para mí.”
Porque para Pedro, su trabajo no era solo una responsabilidad: era su identidad. Era el legado que lo sostenía, incluso cuando su cuerpo ya no podía más. Pero Digna, sin rendirse, le recordó algo que él parecía haber olvidado: “El trabajo no lo es todo. Tu salud, tu vida, nuestra familia… eso también importa.”
Pedro guardó silencio. No la miró. Y con un hilo de voz, murmuró: “Cambiemos de tema.” Fue su forma de escapar. De aplazar lo inevitable. Pero en ese gesto resignado de Digna, quedaba claro: la conversación no había terminado, solo se había pospuesto.
¿Qué precio tiene el poder cuando lo único que te queda por perder… es a ti mismo?