“Lo único que le pido es que no vuelva a acercarse a mi hija.” La frase cae como una sentencia final. En el pequeño despacho donde Irene lleva días guardando esperanzas, se ha desatado una tormenta emocional que nadie podrá detener.
Doña Ana, la mujer que durante años ha sido madre, protectora y refugio para Cristina Ricarte, irrumpe como una fuerza imparable. Está herida. Está furiosa. Y tiene una sola pregunta en mente: ¿Cómo se atrevió Irene a irrumpir así en sus vidas?
Irene intenta mantener la compostura. Le ofrece una silla, intenta calmar las aguas. Pero Ana no está dispuesta a escuchar excusas. Su voz es firme, su mirada dura. Quiere saber con qué derecho una desconocida ha entrado en la vida de su hija, provocando un huracán de emociones que amenazan con desgarrar todo lo que ha construido.
La respuesta de Irene es una confesión que lo cambia todo. Una frase que lleva años esperando pronunciar: “Cristina es mi hija.” Lo dice con temblor en la voz pero convicción en el alma. Explica cómo la dio a luz el 4 de mayo de 1931 en el convento de las Hermanas Emilianas. El mismo lugar donde, años después, Ana la adoptó.
El silencio de Ana es tan cortante como sus palabras siguientes: “La madre superiora me prometió que nadie sabría nada. ¿Cómo la encontró?” Irene, con los ojos húmedos, confiesa que no fue ella quien la buscó. Que alguien más investigó. Que el destino tejió los hilos para cruzarlas de nuevo. Pero Ana no cree en el destino. Solo ve una amenaza.
Entonces, Ana lanza el golpe más duro: “¿De verdad cree que ahora va a formar parte de su vida? Después de tanto tiempo, después de abandonarla…” Y aunque Irene intenta explicar que nunca dejó de pensar en ella, que tomó la decisión desde el amor y la desesperación, nada parece calmar el resentimiento de Ana.
Irene agradece todo lo que Ana y su esposo hicieron por Cristina. Les reconoce el amor, el cuidado, la educación. Pero también suplica no ser juzgada solo por haberla entregado. “Lo hice para que tuviera una vida mejor. No porque no la amara.”
Pero Ana no da marcha atrás. En su voz no hay espacio para la piedad: “Usted ya ha causado suficiente dolor. Le pido por favor que no vuelva a acercarse a mi hija. Nunca más.”
Se marcha sin mirar atrás. Y deja a Irene sola. Destrozada. En lágrimas. Aún abrazando la esperanza de poder algún día decirle a su hija, con sus propias palabras: “Siempre te amé.”