¡Ser doncella en 1916 no era un privilegio… era una condena silenciosa!

“Las doncellas no eran personajes. Ni siquiera eran personas. Solo estaban… para servir sin ser vistas.”

En los pasillos más estrechos del Palacio de La Promesa, donde la luz apenas entra y los pasos se ahogan en silencio, se esconde una verdad incómoda que la serie apenas roza, pero que fue brutalmente real: ser doncella en 1916 no era solo un empleo. Era una forma de desaparición social.

Teresa, María Fernández, Vera, y antes de ellas, Pía o incluso Hann, encarnan diferentes capas de esta jerarquía silenciosa. Y aunque La Promesa nos presenta sus vidas con matices y emociones, la realidad histórica era mucho más dura, mucho más cruel… y profundamente deshumanizante.

En esa época, el servicio doméstico funcionaba con reglas tan rígidas como las del ejército. Todo estaba marcado: qué podías hacer, a quién podías mirar, por dónde podías caminar… y sobre todo, por dónde no. Los criados no entraban por la puerta principal, no subían por la escalera noble y ni siquiera caminaban por los mismos pasillos que los señores. Eran como sombras.

Las fregonas, el nivel más bajo de todas, solían ser niñas apenas adolescentes. Se levantaban antes que nadie, dormían sobre jergones en los corredores y se acostaban las últimas, después de fregar suelos, chimeneas, calderos y todo tipo de utensilios de cocina. Comían aparte, eran invisibles hasta para sus propios compañeros. En La Promesa, Pía vivió ese infierno cuando fue degradada por Petra. Hann, en sus inicios, tampoco fue tratada con respeto. Y más allá de la ficción, estos casos eran la norma.

El equivalente masculino era el mozo para todo, como Valentín, cuya obsesión con María terminó en un secuestro que no parecía tan inverosímil si se recuerda su origen social: invisibilidad, frustración, abandono emocional.

Un nivel más arriba estaban las mozas de cocina, como nuestra querida Candela García, que aunque aparece llena de ternura y autoridad, en el mundo real tenía la difícil misión de preparar alimentos, mantener las despensas y lavar utensilios sin descanso, aspirando algún día a ser cocinera… si sobrevivía al agotamiento.

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Y por fin, llegamos al mundo de las doncellas, donde entran nuestras protagonistas actuales: María, Teresa, Vera. Aunque parecían tener más cercanía con las familias nobles, esta cercanía era ficticia. Su verdadero papel era limpiar habitaciones nobles, abrillantar muebles, mantener el orden en las zonas nobles… sin meterse en tareas demasiado sucias. Pero incluso dentro de este grupo, existía una jerarquía feroz: doncellas de planta baja, de planta noble, doncellas personales y la primera doncella, una especie de supervisora con poder limitado.

María Fernández, al inicio de la serie, parecía cumplir este papel, encargándose de Catalina y Leonor. Pero fue Teresa, quien llegó con la esperanza de ser doncella personal de Jimena, la que vivió la humillación de ser degradada a “doncella a secas”, maltratada y marginada, en un entorno que no toleraba desviaciones de jerarquía ni ambiciones de clase.

La realidad de la España de 1916, en la que se ambienta La Promesa, no era amable con quienes nacían para servir. Las criadas no eran vistas, no eran nombradas, y muchas veces, ni siquiera eran recordadas. Eran engranajes desechables en una maquinaria de poder y privilegio. Y la ficción, por muy conmovedora que sea, apenas puede arañar la crudeza de esa verdad.

Porque al final, todas nuestras Teresa, María, Pía y Vera llevan consigo los ecos de miles de mujeres reales, cuyos nombres se perdieron entre escobas, escaleras de servicio y noches sin descanso.

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