“No puedo volver a ser la de antes… Solo me retiene mi padre.” – Fina se quiebra por completo frente a Marta.

“No puedo volver a ser la de antes. Me quiero ir. Me quiero ir lejos.”
Las palabras de Fina no son una rabieta ni una confesión dramática. Son una súplica silenciosa, un grito sin voz de alguien que está desmoronándose por dentro. Frente a ella, Marta, la única persona que puede calmar su dolor… y la que más lo provoca.

El encuentro entre Marta y Fina en este capítulo de Sueños de libertad no es solo una conversación. Es una explosión contenida de emociones reprimidas, heridas abiertas y un amor que, aunque imposible, sigue siendo lo único real.

Fina no puede más. Le dice a Marta que preferiría que no hubiera venido, porque verla, aunque la consuela, también la destruye. “No me acabo de hacer a la idea de que no volvamos a estar juntas”, confiesa, y con esa sola frase, revela que aún no ha aceptado el final.

Pero Marta, con voz serena y resignada, le recuerda que desde el momento en que su marido decidió quedarse, todo cambió. Fina no lo entiende. Ella pensó que podrían con todo. “Pues ya ves que no”, replica Marta con dolor contenido. Y entonces llega la frase que lo resume todo: “Tendría que haberme ido a París antes de empezar a sentir lo que siento por ti.”

Ambas sabían que lo que sentían no era pasajero. Lo sabían desde hacía tiempo, pero lo ignoraron, por miedo, por deber, por apariencia. “Es tan injusto que suframos solo por querernos”, dice Marta. Pero Fina ya no quiere escuchar. Le suplica que se calle. “No puedo más.”

Fina está rota. Marta lo ve. Trata de calmarla, de sostenerla. Pero Fina solo quiere huir. Le duele vivir en un mundo donde tener a Marta cerca es una tortura constante. “No puedo tocarte. No puedo mirarte”, llora. “Haber tenido que renunciar a ti ha sido lo más duro que me ha pasado en la vida después de la muerte de mi madre.”

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Y Marta, en un intento de resistir, le suplica: “No me lo pongas más difícil.” Pero Fina no puede fingir fortaleza. “No soy fuerte. No puedo.” La idea de verla cada día, fingiendo que nada pasa mientras ella mantiene las formas al lado de su marido, la destroza.

“¿De verdad crees que me da igual?”, le pregunta Marta, sorprendida por la duda. “Estoy acostumbrada a mantener las formas desde pequeña”, dice, revelando la máscara que ha llevado toda su vida. “Ser como soy y tener la posición que tengo es una maldición, porque jamás podré ser feliz si no estoy contigo.”

Esta escena no es un adiós. Es una confesión a quemarropa. Es la herida viva de dos mujeres que lo tuvieron todo en secreto… y que ahora deben aprender a vivir con la ausencia, sin ninguna anestesia.

¿Puede el amor sobrevivir al deber, al miedo, a los muros invisibles que una sociedad impone? ¿Y cuánto cuesta fingir todos los días… mientras se muere por dentro?

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