“No sé cuál será mi lugar… pero si Marta es feliz, yo también lo soy.”
En el ambiente cálido y familiar de la tienda, se desarrolla una de esas escenas que, sin necesidad de grandes palabras ni giros dramáticos, logran tocar el alma del espectador. Carmen, Fina y Claudia comparten una charla aparentemente inofensiva, pero cargada de emociones sutiles, miedos, ternura y la promesa de una familia que está a punto de redefinirse.
Todo comienza cuando Carmen, con la naturalidad de quien conoce a sus amigas a fondo, pregunta por la reciente sesión de fotos de Fina con el pequeño Teo. Fina sonríe, recordando lo bien que salió todo, aunque confiesa entre risas que al principio el niño estaba algo tenso. Fue necesario un poco de juego para soltarlo, y justo ahí entra el detalle curioso: jugaron a las canicas. “Él me dejó ganar”, bromea Fina con una mezcla de ternura y nostalgia.
Claudia, divertida, quiere saber por qué se pusieron a jugar. La respuesta de Fina, aunque en apariencia ligera, introduce de forma sutil un cambio trascendental: “Estoy practicando… Marta y Pelayo están pensando en tener un hijo.”
En ese instante, el aire parece detenerse. Carmen y Claudia intercambian miradas sorprendidas. Marta, casada con Pelayo, quiere ser madre… y Fina, que ha sido siempre su confidente, su amor en silencio, su compañera de vida, ahora se enfrenta a una nueva dinámica. ¿Cuál será su lugar? ¿Cómo se define el amor cuando una nueva vida entra en juego?
Carmen, siempre empática, le pregunta con delicadeza cómo se siente. Fina respira hondo antes de responder. Lo que dice no es un monólogo ensayado, sino la voz temblorosa de una mujer que intenta entenderse a sí misma en medio del torbellino emocional. Confiesa que le parece extraño, rarísimo incluso. Pero también cuenta que Marta quiere que ella esté presente, que participe, que forme parte de la crianza.
Fina, con humildad, dice que no se ve como alguien moderna, pero que tal vez podría ocupar un rol similar al que Digna tuvo con ella: una tía amorosa, presente, protectora. Aún no sabe bien cómo será, ni cómo se sentirá, pero hay algo que sí tiene claro: si Marta es feliz, ella también lo es.
Sus palabras no son una renuncia ni una aceptación ciega. Son una declaración de amor madura, silenciosa, sin condiciones. Es ese tipo de amor que no necesita ocupar el centro para sentirse pleno. El amor que construye, que sostiene, que acompaña incluso en la sombra.
Claudia y Carmen, al escucharla, no dicen mucho. No lo necesitan. Con los ojos húmedos y las manos entrelazadas, le hacen saber a Fina que no está sola. Que sea cual sea su lugar en esa futura familia, ellas estarán a su lado. Porque una verdadera amiga no pregunta por el lugar que ocupas: simplemente está.
La escena termina con un gesto silencioso pero poderosísimo: Carmen y Claudia le toman las manos a Fina, envolviéndola en un abrazo sin palabras. Es en esos pequeños gestos donde Sueños de Libertad encuentra su fuerza narrativa: en lo que no se dice, pero se siente.