“Pensé que podía hacerlo sola…”
Esas palabras, casi susurradas por María mientras se recuesta en la cama, ocultan mucho más que orgullo herido: podrían anunciar el inicio de un renacimiento físico… y emocional.
En el capítulo 348 de Sueños de Libertad, la tensión se acumula como nubes de tormenta sobre la aparente calma de una noche cualquiera. María y Andrés comparten una conversación serena en la superficie, pero por debajo, cada palabra es una chispa a punto de incendiar viejas heridas y nuevas sospechas.
María, siempre perceptiva, nota de inmediato que algo turba a Andrés. Él, fiel a su costumbre, resta importancia: “Ha sido un día complicado”, dice, sin mirar directamente. Pero María no es ingenua. Ella siente el peso de la obligación en cada gesto, en cada silencio que llena la habitación. No quiere ser una carga. No quiere que su marido duerma a su lado por deber, no por deseo.
Andrés intenta calmarla, sin darse cuenta de que el verdadero campo de batalla no está en esa cama compartida, sino en el dispensario donde ocurrió un robo que ha sacudido los cimientos morales de toda la empresa. Don Pedro, como era de esperar, exige mano dura. La fábrica debe dar ejemplo. La justicia debe ser implacable.
María, con firmeza casi empresarial, está de acuerdo. “El que comete un delito debe pagar”, afirma sin titubear. Pero cuando Andrés menciona a Begoña y su opinión contraria, algo se quiebra. El sarcasmo le brota a María como veneno: “Santa Begoña”, espeta con una sonrisa amarga. Y no solo por celos, sino por temor. Por la cercanía emocional que aún percibe entre su marido y esa mujer.
Andrés, atrapado entre su lealtad profesional y el remolino de emociones que lo sacuden, apenas logra mantener la compostura. María, por su parte, le recuerda que los sentimientos son un lujo que la dirección no puede permitirse. Él debe ser fuerte, imparcial, leal… a la empresa. No a una mujer del pasado.
La conversación concluye, pero deja un sabor amargo. Cuando Andrés se levanta para cambiarse de ropa, María –con la mezcla habitual de dignidad herida y necesidad de control– le dice que no le molesta que lo haga allí. E incluso afirma que puede arreglárselas sola para ir a la cama.
Y entonces ocurre lo impensado.
María, decidida a demostrarse capaz, intenta alcanzar su silla de ruedas. El movimiento es torpe. La caída, inevitable. Se desploma al suelo sin sufrir daño aparente. Pero algo ha cambiado. En medio del sobresalto, se lleva instintivamente las manos a las piernas. Y por un momento… ¿lo ha sentido?
Un cosquilleo. Una vibración. Una señal.
No es seguro. No es confirmación médica. Pero es suficiente para que su rostro se transforme. María, incrédula, se queda inmóvil, tocándose las piernas como si fueran ajenas. Andrés entra corriendo, alarmado por el ruido, y la alza con ternura. Ella no dice nada. No menciona la sensación. No comparte su asombro. Solo responde con una mentira piadosa: “Pensé que podía hacerlo sola.”
Ya acostada, le pide un vaso de agua y sus zapatillas. Y mientras Andrés está fuera, vuelve a tocarse. Vuelve a buscar aquella chispa fugaz que podría ser el comienzo de su milagro personal. Pero decide callar. Por ahora.
Este momento silencioso, cargado de emociones reprimidas y esperanza contenida, marca un posible punto de inflexión no solo en la trama de María, sino en su alma. Lo físico y lo emocional se entrelazan en un gesto apenas visible, pero profundamente significativo.
¿Será esta la primera señal de que María podrá caminar de nuevo? ¿Qué hará con ese secreto? ¿Y cómo cambiarán sus dinámicas con Andrés y Begoña si la verdad sale a la luz?
Una caída que, quizás, lo cambia todo.