“El cielo parecía estar al alcance… hasta que alguien decidió derribarlo con las manos manchadas de traición.”
El viejo granero del palacio se había convertido en un taller improvisado donde nacían sueños, alas y esperanzas. Allí, Manuel, Toño y Enora trabajaron durante semanas, fundiendo madera, metal y pasión en un solo objeto: el primer avión del heredero de La Promesa.
Lo que empezó como un proyecto personal se transformó en una misión colectiva. Enora, con su precisión matemática y su mirada firme, aportó el conocimiento técnico. Toño, con manos ágiles y corazón valiente, construyó más que estructuras: construyó confianza. Y Manuel, guiado por el anhelo de volar más allá del alcance de su pasado, dio forma a un sueño capaz de cortar el viento.
Pero los sueños, cuando brillan demasiado, incomodan.
Desde su rincón oscuro del palacio, Leocadia observaba con creciente molestia. El muchacho al que creía haber sometido comenzaba a despegar, literalmente y en sentido figurado. El respaldo del marqués Alonso solo alimentaba su furia. Enora, con su cercanía y complicidad con Manuel, se convertía también en una amenaza velada.
Fue entonces cuando tomó una decisión: saboteo.
Con la ayuda de Petra, forzaron la entrada del taller una noche silenciosa. Sigilosamente, manipularon una de las piezas clave del motor: una arandela invertida, un tornillo apenas aflojado. Lo suficiente para provocar una vibración fatal durante el despegue. “No es peligroso, solo humillante”, susurró Leocadia. Pero la mecánica no distingue entre humillación y tragedia.
La mañana de la competencia llegó como una promesa cumplida. El avión relucía como un ave majestuosa bajo la luz del amanecer. Manuel, vestido con su improvisado uniforme, tomó el mando con una sonrisa que ocultaba nervios, pero también orgullo.
El despegue fue limpio. Por un momento, voló.
Pero entonces, el temblor. La vibración en el eje. Una pérdida de control. El ala izquierda descendió bruscamente. El motor escupió humo. El público gritó. Enora corrió hacia la pista con el corazón en la garganta. Toño apenas respiraba.
El impacto fue brutal… pero no fatal.
Manuel sobrevivió. Contuso, aturdido, pero vivo. Y con la mente tan afilada como siempre. Horas más tarde, entre vendas y radiografías, pidió revisar el motor. No tardó en encontrar la trampa: la arandela, el tornillo, la marca de herramientas usadas a escondidas.
Fue sabotaje.
La investigación no tardó. Una llave inglesa con huellas. Unas pisadas marcadas en el polvo del granero. Y una confesión temblorosa de Petra, rota por el peso de lo que había hecho. “Yo no quería… ella me obligó”, murmuró, incapaz de sostener la mirada.
Leocadia fue arrestada.
Pero lo más devastador no fue su caída. Fue la revelación de su motivación: no el dinero, no la gloria, sino el miedo. El miedo de perder el control, de ver a Manuel resurgir como el verdadero heredero. Su odio no era solo hacia el joven, sino hacia su libertad.
El accidente no detuvo a Manuel. La competencia lo homenajeó. Su historia se volvió viral. La Promesa entera se estremeció. Y mientras Enora velaba su recuperación, él le tomó la mano. “No me quitarán el cielo… porque ya te tengo a ti.”
Y con eso, volvió a soñar. Con volar. Con amar. Con vivir.