Cuando el miedo se transforma en cercanía: un accidente inesperado entre Begoña y Gabriel reconfigura todos los vínculos.
La tarde caía lentamente sobre la colonia, pero el corazón de Manuela no encontraba descanso. Caminaba de un lado a otro en el salón, mordiéndose el labio, intentando acallar una sensación que no la dejaba respirar: Begoña había salido sin decir a dónde iba, y ya era tarde. Muy tarde. El silencio del reloj marcaba cada minuto con una ansiedad creciente. Miró a Andrés, y con la voz teñida de inquietud le confesó: “No entiendo por qué no ha regresado aún. ¿Tú crees que le haya pasado algo?”
Andrés intentó mantener la calma, pero su rostro no supo mentir. La preocupación también lo había alcanzado. Respondió breve, casi con evasión: “Es posible.” Aquellas dos palabras, lejos de tranquilizar, clavaron una espina más profunda en el pecho de Manuela.
Sin decir más, Andrés se levantó. No explicó nada, pero su gesto era claro: no podía quedarse esperando. Manuela, aún intentando convencerse de que todo estaría bien, fue a la cocina. “Ojalá regrese pronto”, murmuró una y otra vez, como si esa plegaria pudiese obrar el milagro de traerla de vuelta.
No pasó mucho hasta que María entró en escena. Notó de inmediato la tensión. No preguntó. Apretó la mirada y fue directa hacia Andrés. “¿Y si lo que está pasando nos pone en peligro a nosotras?” La desconfianza en su voz era tan aguda como una herida abierta. Andrés, atrapado entre la preocupación y la culpa, intentó defenderse: “Me preocuparía igual si le pasara algo a cualquiera de la familia.” Pero María, con la herida aún sangrando por viejos engaños, lo fulminó con una frase: “Deja de engañarte, Andrés. Si realmente estás tan preocupado, ¿por qué no llamas a la Guardia Civil en lugar de salir tú mismo a buscarla?”
Entonces, la puerta se abrió.
Y Begoña apareció. Cojeando. Dolorida. Pero viva. A su lado, Gabriel.
El alivio recorrió la estancia como una ráfaga. Begoña intentó quitarle hierro al asunto: “Me he torcido el tobillo, pero estoy bien.” Gabriel, sin pensarlo, corrió a buscar hielo. Fue rápido, cuidadoso, natural. Ya había estado ahí antes, en otros momentos silenciosos pero significativos.
“Menos mal que estaba Gabriel conmigo”, dijo Begoña mirando a Andrés. Fue una frase simple, pero cargada de significado. Manuela suspiró aliviada. Saber que Begoña no estuvo sola era todo lo que necesitaba oír.
María, incapaz de dejar pasar la oportunidad, lanzó con sarcasmo: “Vaya, si habéis sido discretos.” Begoña, firme pero sin perder la calma, respondió: “Fue algo improvisado. Gabriel se unió a mí en el último momento.”
La tensión en el aire no se disipó del todo. María aún dolía, Andrés aún temía. Pero había algo más evidente: este pequeño incidente —esta caminata, este accidente, esta torcedura de tobillo— había acercado a Gabriel y Begoña de una forma que nadie esperaba.
Él estaba ahí cuando ella cayó. Él no la soltó. Ella le agradeció con la mirada. Y en ese breve instante en el que todo el mundo contenía la respiración, algo nuevo había nacido entre ellos.
Cuando finalmente Andrés y María se retiraron a descansar, quedaba flotando en el aire la sensación de que este “accidente” no fue solo una caída, sino un punto de inflexión. Porque en los tropiezos, a veces, es donde comenzamos a caminar junto a alguien sin darnos cuenta.
¿Podría esta cercanía dar lugar a un nuevo comienzo para Begoña? ¿O es solo una tregua emocional en medio del caos?