“Cuestiones administrativas.”
Esa fue la frase que desató la tormenta.
El aire dentro del palacio de La Promesa se volvió espeso, cargado de sospechas, silencios y pasos medidos. La presencia de Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo, era tan impecable como inquietante. Nadie sabía de dónde venía. Nadie preguntaba. Pero todos sentían que algo no encajaba.
María Fernández, aún marcada por la muerte de Yana y la desaparición de Pía, comenzó a observar los patrones invisibles que otros preferían ignorar. Y lo que descubrió no solo le heló la sangre, sino que la empujó a hablar… aunque el precio fuera el desprecio del padre Samuel, la incredulidad del servicio y la indiferencia de los nobles.
María vio a Cristóbal salir del cuarto de Leocadia al amanecer, sin chaqueta de mayordomo, con la camisa desabotonada. Escuchó las risas cómplices detrás de una puerta apenas entreabierta. Y entonces comprendió: aquel hombre no era simplemente un administrador riguroso, sino el cómplice de una mujer que ya había demostrado ser capaz de todo.
La opresión creció. Las cenas en la cocina se volvieron mudas. La confianza se resquebrajó. Teresa, Simona, incluso Lope, regresado del palacio del Duque de Carril con el rostro agotado y las manos vacías, sabían que algo se estaba gestando en lo más oscuro del palacio. Pero nadie se atrevía a nombrarlo.
Hasta que volvió Rómulo.
Su reaparición no fue discreta. Fue un trueno que partió el cielo en dos. Se presentó ante Alonso, Catalina y una Ángela todavía con el corazón roto, y soltó una verdad imposible de ocultar: Cristóbal Ballesteros no existe. Es una máscara. Y detrás de esa máscara, se esconde el amante, el cómplice y el brazo ejecutor de Leocadia.
Lo que siguió fue una sucesión de revelaciones: el vínculo de Cristóbal con la desaparición de documentos clave, su implicación en la vigilancia del servicio, el ascenso injustificado de Santos, y las noches en las habitaciones de Leocadia, todo armado como parte de un plan para controlar el palacio desde dentro. La promesa había sido invadida desde su médula.
María, lejos de retroceder, confrontó directamente al padre Samuel, quien prefirió ver pecados de la carne antes que una conspiración. Pero sus palabras no cayeron en saco roto. Las menciones a Yana, a la huida de Pía, a los silencios llenos de culpa, calaron. Porque incluso los más ciegos en La Promesa sabían que el pasado nunca se entierra del todo.
Cuando la Guardia Civil cruzó los portones de hierro del palacio, ya no hubo forma de frenar lo inevitable. La casa, una vez símbolo de poder, belleza y jerarquía, se convirtió en un campo de batalla entre la verdad y la mentira. Y Rómulo, con su regreso, no solo encendió la mecha: trajo justicia con nombre propio.
¿Qué será de Leocadia cuando todas sus máscaras caigan? ¿Cristóbal enfrentará su castigo o logrará escapar con una última artimaña? ¿Y qué quedará de La Promesa, una vez que su alma haya sido desnudada por completo?