El amanecer que debía marcar una celebración inolvidable en el Palacio Luján se tiñó de tragedia, traición y veneno. En lugar de la dicha por el bautizo de los mellizos Rafaela y Andrés, herederos de Catalina y Adriano, los muros del palacio temblaron bajo el peso de una amenaza silenciosa: Leocadia Valero.

Esa mañana, el frío no provenía solo del clima. Un silencio denso y casi espectral envolvía cada rincón del recinto, como si la mismísima muerte se arrastrara entre los pasillos. La ceremonia religiosa estaba a punto de comenzar, pero una intriga cuidadosamente tejida estaba a punto de hacer estallar todo en mil pedazos.

Leocadia, siempre disfrazada de cortesía y buenas intenciones, aprovechó el momento para ejecutar su plan más siniestro. En su punto de mira: Eugenia y el pequeño Andrés. Con una sonrisa maternal en los labios, le ofreció a la marquesa una tisana en apariencia inofensiva, pero que escondía un oscuro secreto. La infusión, compuesta por belladona, cicuta y otras hierbas venenosas que solo una experta herborista como Leocadia podría combinar sin provocar la muerte inmediata, fue suficiente para inducir en Eugenia una profunda confusión, alucinaciones y un temor paralizante.

Mientras tanto, Catalina, con su hija Rafaela en brazos, se debatía entre la obligación familiar y la desconfianza visceral que sentía hacia Leocadia. Su padre, el marqués Alonso, intentaba por todos los medios imponer a Lisandro Valero, protegido de Leocadia, como padrino de los niños. Catalina sospechaba que todo formaba parte de una estrategia más amplia para tomar control de los Luján desde dentro, y Adriano, su esposo, respaldaba sus temores. Pero Alonso, cegado por la ambición, se mantuvo inflexible: Lisandro sería el padrino, sin discusión.

En los salones principales, donde la seda y el terciopelo no lograban ocultar la tensión, Catalina lloraba desconsoladamente en brazos de Adriano. Sentía que algo terrible se avecinaba. Y no estaba equivocada.

En paralelo, en las cocinas del palacio, el clima era igual de irrespirable. Petra, con su veneno verbal, no perdía ocasión para martirizar a María Fernández, la doncella señalada por una carta de excomunión que la había condenado al ostracismo. Sus palabras eran puñales envenenados que se clavaban en el alma ya desgastada de María. Sólo Ricardo, con su habitual contención, puso freno a los ataques, ordenando a Petra que la dejara en paz. Pero el daño ya estaba hecho.

La partida de Emilia seguía siendo una herida abierta en el corazón de Rómulo. Aunque intentaba esconder su tristeza tras una fachada de eficiencia glacial, Pía logró vislumbrar el dolor en sus ojos. Cuando ella le reveló que Emilia le había confesado que su supuesto esposo era solo una invención para protegerse del mundo, Rómulo se quebró, aunque apenas perceptiblemente. Aun así, se aferró a su orgullo: “Emilia tomó su decisión. Y yo la mía”. Pero las palabras de Pía calaron hondo.

Mientras tanto, Leocadia ponía en marcha el acto final de su siniestra obra. Con Eugenia sumida en la confusión por la tisana, todo estaba listo. Durante la ceremonia, Leocadia se acercó al pequeño Andrés y, en un gesto tan calculado como cruel, tiró sutilmente de la mantilla que lo protegía, provocando su caída al suelo. El llanto desgarrador del bebé y los gritos de espanto rompieron el silencio sepulcral de la capilla, sumiendo a todos en el caos.

En medio del desconcierto, Eugenia comenzó a gritar incoherencias, presa de visiones que solo ella podía ver. El ambiente, ya denso por la tensión acumulada, se tornó irrespirable. Nadie entendía qué estaba ocurriendo. Pero dos personas sí sabían que aquello no era un accidente: Ángela y Curro. Habían observado con atención los movimientos de Leocadia y, aunque aún no tenían todas las pruebas, sabían que detrás de esa sonrisa hipócrita se escondía un monstruo dispuesto a destruir todo lo que los Luján amaban.

A partir de ese momento, comenzó una carrera contrarreloj. ¿Podrán Ángela y Curro desenmascarar a Leocadia antes de que sea demasiado tarde? ¿O su veneno logrará corroer hasta el último rincón de la familia?

Mientras los médicos atendían al bebé y Eugenia era llevada a sus aposentos entre gritos delirantes, Leocadia observaba desde las sombras, satisfecha. Su plan había comenzado a dar frutos. Las cartas falsas, las insinuaciones, el juego psicológico… Todo formaba parte de su red de manipulación. Y ahora que había logrado sembrar el caos, solo quedaba cosechar el poder.

Pero el palacio, aunque herido, aún albergaba corazones valientes. Catalina, fortalecida por el apoyo de Adriano, juró descubrir la verdad. Ricardo, decidido a proteger a los suyos, prometió estar vigilante. Y Rómulo, aún con el rostro impasible, comenzó a cuestionarse si había cerrado para siempre la puerta a su única oportunidad de amor verdadero.

Así se cierra este nuevo y aterrador capítulo en La Promesa, donde la luz del bautizo se vio eclipsada por las sombras de la traición. Y Leocadia Valero, con su veneno y su ambición desmedida, dejó claro que en la lucha por el poder, no hay líneas que no esté dispuesta a cruzar.