Cuando todo parecía perdido en el palacio de La Promesa, cuando las sombras de la intriga se cernían sobre sus muros dorados y la tristeza parecía haber calado hasta los cimientos mismos, un giro del destino sacude el alma de todos sus habitantes. Jana… está viva.
Su regreso no fue un clamor de trompetas, sino un estallido silencioso, demoledor. En medio de una cena sofocada por la tensión, marcada por la presencia venenosa de Lisandro y las miradas contenidas, la puerta del salón se abrió. Un murmullo apagado se convirtió en un grito ahogado. Jana apareció. Viva. Serena. Firme. Como un espectro de justicia dispuesto a devolver luz a un palacio sumido en la mentira.
Para Manuel, fue como ver a un fantasma acariciar las brasas de su corazón roto. Durante semanas, había soportado las provocaciones sibilinas de Lisandro, que con su lengua afilada lo había hundido en una espiral de dolor. El supuesto duque había hecho de cada comida, cada paseo, cada encuentro fortuito, una tortura emocional. Sus palabras, envueltas en ironía y disfrazadas de interés, eran veneno destilado con la elegancia de un asesino de guante blanco.
—Vaya, vaya, Manuel… ¿Todavía con ese aire de viudo atormentado? —susurraba Lisandro con voz sibilante, dejando que su cinismo se filtrara por las rendijas del alma de su víctima—. El luto se te da bien, aunque uno se pregunta… ¿es real o es solo una excusa para no enfrentarte a la vida?
Manuel, que al principio apretaba los dientes y se refugiaba en el silencio, comenzó a desmoronarse lentamente. Cada palabra de Lisandro era una termita mordiendo la estructura de su entereza. Incluso el aire del palacio parecía haberse envenenado con sus burlas. Nadie se atrevía a enfrentarlo, ni siquiera Alonso, el patriarca, que callaba por estrategia, esperando quizá que su hijo superara la prueba.
Pero todo cambió aquella noche.
La velada se desarrollaba con una tensión invisible pero latente. Las luces tenues, el vino caro, los rostros forzadamente alegres. Leocadia, la fiel aliada de Lisandro, observaba con una sonrisa apenas perceptible, como si saboreara cada segundo del espectáculo que se avecinaba. Lisandro, apoyado contra la chimenea, alzó su copa y, con voz baja pero afilada, lanzó el golpe final:
—Manuel… el hombre que perdió a su mujer… y que ahora, tristemente, también está perdiendo la razón.
El silencio se apoderó del salón. Incluso el sonido de las copas se detuvo. Manuel sintió cómo el mundo giraba bajo sus pies, cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba como la cuerda de un violín al borde de romperse. La humillación, el dolor, la rabia… todo se arremolinaba en su pecho.
Y justo cuando Lisandro se deleitaba con el momento, saboreando la caída de su presa, Curro, hasta ahora testigo mudo, dio un paso al frente.
—¡Basta! —gritó con una furia contenida—. ¡Ya no más mentiras, ya no más veneno!
Todos se giraron hacia él. Y entonces, en ese instante suspendido en el tiempo, la puerta se abrió… y Jana apareció.
Vestida con serenidad, el rostro iluminado por una paz inesperada, caminó lentamente hacia el centro de la sala. Las miradas oscilaban entre el horror, la incredulidad y la esperanza. Lisandro palideció. Leocadia bajó la vista.
—Estoy viva —dijo Jana con voz firme—. Y ha llegado el momento de contar la verdad.
Lo que siguió fue una tormenta de revelaciones. Jana desenmascaró sin titubeos a Lisandro. Expuso sus pactos oscuros con Leocadia, su plan macabro para destruir a Manuel y apoderarse del legado de los Luján. Reveló cómo habían fingido su muerte, cómo habían manipulado a todos, convirtiendo el dolor en una herramienta de poder.
Lisandro, atrapado entre las miradas acusadoras, intentó balbucear una defensa, pero era demasiado tarde. El velo había caído. Su farsa, tejida con maestría, se deshacía ante los ojos de todos como una telaraña bajo la lluvia.
Manuel, al borde del colapso minutos antes, sintió cómo su alma se liberaba. Jana estaba allí. Viva. Fuerte. Y con ella, la verdad.
Alonso, conmovido y atónito, abrazó a su hijo. Los invitados, algunos escandalizados, otros fascinados, presenciaban el derrumbe de uno de los pilares falsos del palacio. Leocadia huyó del salón, mientras Lisandro permanecía inmóvil, petrificado como una estatua a punto de caer.
Pero la pregunta final, la que ardía en los labios de todos, la formuló Jana con una calma inquietante:
—¿Qué haré ahora con toda esta verdad?
La respuesta aún está por llegar. Pero lo cierto es que nada volverá a ser igual en La Promesa. Con el regreso de Jana y la caída de Lisandro, se abre un nuevo capítulo en esta historia cargada de traiciones, secretos y redenciones.
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