“Desaparecí porque me amenazaron. Si hablaba… acabaría como el Dr. Teodoro.”
La voz de Esmeralda resonó como una daga afilada en medio de la cena más tensa que se recuerde en el palacio de los Luján. Nadie se lo esperaba. Ni siquiera Leocadia, que hasta segundos antes sonreía con calma ante los invitados de la casa Monterrey, imaginaba que la mujer a la que había intentado silenciar… volvería con pruebas.
Todo comenzó horas antes, en el silencio de la cocina nocturna, donde Curro y Pía mantenían una conversación cargada de nervios. Ambos sabían que algo terrible le había pasado a Esmeralda. Ella tenía documentos, nombres, pruebas de una red que usaba la joyería como tapadera para introducir sustancias tóxicas en piezas ornamentales, dirigidas a personas concretas. Lo que parecía una historia de intrigas comerciales era, en realidad, una conspiración para matar.
Mientras el joven y la criada se debatían entre salir al pueblo a buscar pistas o quedarse para no levantar sospechas, una figura invisible los escuchaba desde las sombras. Petra, descalza y pálida, absorbía cada palabra con terror. Corrió a informar a Leocadia, quien, presa de la furia, estrelló un jarrón contra la pared. La villana sabía que se le acababa el tiempo. Dio una orden tajante: impedir a toda costa que Curro y Pía salieran del palacio. Incluso si había que encerrarlos.
Pero ya era tarde. La decisión de Curro estaba tomada. Esa misma madrugada, salió con Pía a buscar rastros. Regresaron con las manos vacías, pero su determinación crecía. Sin saberlo, esa presión emocional aceleró los planes de Leocadia: convencer al marqués Alonso de expulsar a su propio hijo para evitar un escándalo ante la visita de los Monterrey. “Una imagen vale más que un corazón”, le dijo con frialdad. Y Alonso, dudando de todo, aceptó.
La cena se sirvió con una tensión inusual. Manuel se ausentó, afectado por la noticia. Pía apenas podía contener las náuseas. Alonso tenía el rostro pétreo. Leocadia, por su parte, jugaba su papel con maestría. Nadie lo notó… hasta que la puerta se abrió.
Esmeralda apareció caminando por el centro del salón, más pálida que nunca, con la voz temblorosa pero decidida. “No firme nada”, gritó. “Lisandro es un bandido. Y usted, Leocadia, me amenazó con matarme.”
La sala enmudeció.
Uno por uno, los presentes comenzaron a reaccionar: Alonso, desconcertado; Lisandro, furioso; Petra, paralizada. Pero la ex empleada no se detuvo. Sacó un sobre de su abrigo con copias de registros, listas de encargos, códigos químicos escondidos en joyas, y una carta escrita por Simón, el desaparecido proveedor que advirtió que si le ocurría algo, sus secretos serían revelados. Todo estaba allí.
Leocadia intentó negar. “Esto es un montaje”, dijo. “Seguro detrás está Curro, ese bastardo.” Pero entonces Pía habló. “Todo coincide con lo que Curro y yo descubrimos.” La criada, cansada del miedo, rompía su silencio.
La tensión se volvió insoportable. Alonso pidió ver las pruebas. Leocadia quiso detenerlo, pero el líder de la casa Monterrey respondió con firmeza: “Nada me interesa más ahora que ver la honestidad de esta casa”.
El marqués tomó los documentos con manos temblorosas.
La verdad, escondida durante tanto tiempo, empezaba a salir bajo la luz temblorosa de las velas. Y por primera vez, Leocadia sintió que el control se le escapaba entre los dedos. Lisandro, su cómplice silencioso, ya no dijo una sola palabra.
La caída había comenzado.
¿Crees que Alonso por fin tomará una decisión contra Leocadia? ¿O ella volverá a maniobrar antes de caer?