“No eres quien dices ser, Enora.”
Esa frase, pronunciada por Toño con la voz quebrada, será el inicio de un terremoto emocional que sacudirá los cimientos de La Promesa. La joven francesa que supo despertar la esperanza en Manuel, que lo acompañó en su regreso al cielo a través de un sueño mecánico… está a punto de ser desenmascarada.
Durante semanas, Enora y Manuel habían sido el corazón palpitante del hangar. Sus días se entrelazaban entre planos, motores y confidencias. Él recuperaba la ilusión de volar, de soñar, de vivir. Ella parecía encontrar en él un faro que le devolvía dignidad, propósito, quizá hasta amor. Pero lo que parecía una sinfonía perfecta estaba siendo escrita desde el engaño.
Fue una tarde como cualquier otra cuando Toño, movido por la intuición —o por algo más oscuro—, siguió a Enora hasta el invernadero. Allí, escondido entre helechos y sombras, escuchó lo impensable: una conversación entre Enora y Leocadia. Fría, amenazante, venenosa. La señora no dejaba lugar a dudas: si Enora no seguía sus órdenes, si no continuaba su juego con Manuel, algo terrible ocurriría. El chantaje era tan real como devastador.
Enora, lejos de mostrarse cómplice, suplicaba entre lágrimas. Había sido empujada a esa red de mentiras por circunstancias del pasado que aún la atormentaban. Un secreto familiar, un error del que no pudo escapar. Leocadia lo sabía todo. Y usó esa debilidad para convertirla en un arma silenciosa dentro del palacio.
Cuando Toño, con el rostro descompuesto, confrontó a Enora en el hangar, todo se vino abajo. Manuel, que llegaba con una carta en mano —una noticia sobre el concurso nacional de prototipos— quedó paralizado al ver la escena. Las palabras salían como cuchillas: “No es quien crees. Te espía. Le sirve a Leocadia.”
Enora rompió a llorar. No lo negó. Solo pidió que la escucharan. Pero la verdad, una vez revelada, ya no se podía borrar.
Manuel sintió que el aire le faltaba. Que el mismo motor que había rugido con la potencia de un nuevo comienzo ahora se apagaba con el peso de la traición. Había compartido con ella más que trabajo: había compartido la memoria de Jana, el dolor más íntimo de su alma. ¿Cómo se reconstruye algo así cuando los cimientos eran mentira?
Y, sin embargo, no era una traición cualquiera. No había codicia en los ojos de Enora, ni soberbia. Solo desesperación. Leocadia la había manipulado con la misma precisión con la que sabotea todo lo que toca. Y ahora, al saberse descubierta, la mujer muestra su verdadero rostro: el de una estratega implacable, capaz de usar a cualquiera para debilitar a Manuel.
El dolor se convierte en furia. Y Manuel, lejos de rendirse, jura derribar el imperio de mentiras que Leocadia ha construido. El avión, ese símbolo de redención, no será abandonado. Será su grito de guerra. “Vamos a volar”, dijo, sin mirar a Enora. “Y lo haremos para demostrar que la Promesa no es tierra de sombras.”
En los días siguientes, el palacio ya no fue el mismo. Los susurros corrían por los pasillos. Curro observaba todo con una mezcla de inquietud y admiración. Sabía que su hermano estaba roto, pero también más decidido que nunca. Rómulo, desde su rincón de sabiduría, no intervenía, pero sus ojos lo decían todo: “vuela, aunque duela”.
Enora, por su parte, no huyó. Siguió trabajando, silenciosa, con la cabeza baja. No intentó justificarse. Solo siguió. Quizá porque sabía que su único camino hacia el perdón era no rendirse.
Y cuando llegue el día de la exposición, con la realeza presente y los mejores ingenieros del país reunidos, la pregunta no será solo si el avión volará… sino si el corazón de Manuel podrá hacerlo también.
¿Puede nacer la redención del mismo lugar donde creció la traición?
¿Es Enora una traidora… o una víctima más de Leocadia?