La Promesa: Curro descubre al asesino: la flor, la pulsera y el secreto de Eugenia

La calma en La Promesa es solo una apariencia. Bajo los muros majestuosos del palacio se esconde una verdad que lleva demasiado tiempo silenciada. Curro, hundido en el dolor tras la pérdida de su madre Eugenia, no puede aceptar una versión simple ni resignarse al destino. Algo no cuadra. Algo huele a traición. Y en su corazón, una certeza comienza a latir con fuerza: su madre no murió por casualidad. Fue asesinada.

Todo comienza con una serie de objetos aparentemente inconexos: una pulsera de esmeraldas, una flor seca y un cortaplumas de plata con incrustaciones de nácar. Detalles pequeños, casi insignificantes, pero que juntos componen un rompecabezas macabro. Cada pieza lo lleva un paso más cerca del culpable. Y cada descubrimiento siembra una semilla más de angustia en el alma ya herida de Curro.

La culpa por haber dejado sola a Eugenia lo corroe. Si no se hubiera marchado, si no hubiera perseguido aquella quimera relacionada con la muerte de Ylana, quizás todo habría sido distinto. Su ausencia fue el hueco perfecto para que el asesino actuara. Pero lo que Curro aún no sabe es que su partida no fue el detonante, sino parte de una conspiración mucho más grande… y más cruel.

Lisandro. Su nombre flota como una sombra, primero en susurros, después como grito. Algo en su actitud, en sus gestos, en su repentino interés por Adriano –el joven labriego aún convaleciente– comienza a levantar sospechas. ¿Por qué tanta amabilidad repentina? ¿Por qué visitas frecuentes, regalos costosos, palabras envueltas en azúcar pero con ojos fríos como el hielo?

Cuando Adriano recibe un cortaplumas como obsequio de parte de Lisandro, algo se enciende en la mente de Curro. Ese objeto no solo es extraño en manos de un campesino. Ese objeto coincide con una de las piezas que estaba al lado del cuerpo de Eugenia. El mismo grabado, la misma plata, la misma procedencia. No es una coincidencia: es una firma.

Y entonces, todo se precipita. En el desván, Petra –desaparecida desde hace días– ha presenciado algo que nunca debió ver. Oculta entre las sombras, con el rostro demacrado por el miedo, guarda el secreto más oscuro del palacio. Ha visto a Lisandro aquella noche. Ha escuchado las palabras que sellaron el destino de Eugenia. Y ahora su silencio la convierte en blanco.

El padre Samuel, inquieto por la desaparición de Petra, comienza su propia búsqueda. Su intuición sacerdotal le dice que algo va muy mal. La indiferencia de las demás doncellas, lejos de tranquilizarlo, aumenta su temor. Petra puede ser muchas cosas, pero no alguien que desaparece sin razón. ¿Dónde está? ¿Y qué sabe?

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Mientras tanto, Leocadia, siempre vigilante, no tolera la creciente cercanía entre Curro y Ángela. Ella, en su rígida moral, ve en esa intimidad un desafío a las normas de la casa. Pero lo que Leocadia no sabe es que Ángela es el ancla de Curro. En medio del mar oscuro de su culpa y su desesperación, la joven doncella es el único consuelo sincero. No ofrece soluciones, solo está. Y a veces, eso basta para no naufragar.

Pero ni siquiera Ángela puede detener lo inevitable. Cuando Curro, armado con todas las piezas, enfrenta a Lisandro en la biblioteca, el tiempo se detiene. Las miradas se cruzan. Las verdades, guardadas bajo llave durante demasiado tiempo, se abren paso como una tormenta. Lisandro intenta negar, pero la pulsera, el cortaplumas y el testimonio de Petra –ahora liberada por el padre Samuel– lo aplastan como una sentencia.

La revelación sacude los cimientos de La Promesa. Lisandro, desenmascarado, ya no puede esconderse tras su sonrisa fingida ni su estatus. La máscara ha caído. Y con ella, todo el peso de sus crímenes.

Curro, por fin, se enfrenta al espejo de su dolor. No fue su ausencia lo que mató a Eugenia. Fue una red de mentiras, ambición y traición. Ella era una víctima anunciada. Y ahora, su hijo ha hecho justicia. Pero ¿podrá Curro encontrar paz después de todo? ¿O el precio de la verdad será demasiado alto?

En un rincón del jardín, Ángela lo espera. No con palabras, sino con presencia. La historia de Curro, la historia de Eugenia, la historia de La Promesa… ha cambiado para siempre. Y quizás, en medio de las ruinas del pasado, algo nuevo pueda florecer.

Porque a veces, para que la verdad florezca, primero debe morir el silencio.

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