La calma en La Promesa se ve abruptamente interrumpida cuando Catalina recibe una carta anónima que revela una conspiración que amenaza con destruir a la familia Luján desde dentro. Mientras Alonso impone a Lisandro como padrino de sus nietos, un ataque brutal al duque sacude los cimientos del palacio y siembra el caos. Leocadia y Lorenzo quedan expuestos por una red de mentiras, manipulación y ambición. Manuel desenmascara a Toño con pruebas devastadoras, mientras Curro y Lope descubren un mensaje cifrado oculto en una esmeralda falsa. Yana se convierte en la inesperada guardiana de Eugenia, enfrentándose a Leocadia en su momento más oscuro. Pero nada prepara a los habitantes de La Promesa para la revelación final: un hombre misterioso aparece con verdades explosivas, documentos secretos y el motivo oculto detrás de la venganza de Leocadia. ¿Quién es don Álvaro y qué conexión une su sociedad secreta con el pasado de los Figueroa? Intrigas, confesiones, traiciones familiares y una red de poder que cae en pedazos. El capítulo más intenso y revelador hasta ahora. ¿Podrán Catalina y Adriano proteger a sus hijos? ¿Será esta la última jugada de Leocadia o el inicio de algo aún más peligroso?LOS40
La mañana en La Promesa se alza con una tensión palpable, casi tan espesa como la niebla que aún se aferra a los campos circundantes. El eco de las exigencias de don Alonso resuena en los pasillos como un trueno contenido, mientras cada alma en el palacio se enfrenta a sus propias batallas, algunas silenciosas, otras a punto de estallar con la fuerza de un volcán. Catalina se remueve inquieta en la cama, el sueño la ha eludido durante parte de la noche. A su lado, Adriano duerme con una placidez que ella envidia, ajeno o quizás eligiendo ignorar por unas horas la tormenta que se cierne sobre ellos. La propuesta de Alonso, o más bien la imposición velada de Leocadia a través del marqués, la ahoga. Lisandro, el duque de Carvajal y Cifuentes, padrino de sus hijos, de Rafaela y Andrés, la idea le revuelve el estómago. No es solo la figura imponente y calculadora de Lisandro lo que la perturba, sino la red de intereses y obligaciones que Leocadia teje con una maestría siniestra. “¿Qué pretendes, Leocadia?”, susurra Catalina a la oscuridad como si la propia habitación pudiera ofrecerle respuestas. Sabe que la señora de Figueroa no da puntada sin hilo. Consolidar el poder de Lisandro dentro de La Promesa, atarlo a los Luján de forma irrevocable a través del sagrado vínculo del apadrinamiento, es una jugada maestra. Pero, ¿a qué precio para ella y Adriano? ¿Acaso significa ceder ante una influencia que intuye peligrosa, manipuladora?
Adriano se despierta sobresaltado por un movimiento brusco de Catalina. “¿Ocurre algo, mi vida?”, pregunta. Su voz aún ronca por el sueño. Catalina lo mira, sus ojos reflejando una profunda preocupación. “No puedo, Adriano. No puedo aceptar que Lisandro sea el padrino de nuestros hijos. Hay algo en Leocadia, en sus planes, que me hiela la sangre”. Adriano suspira incorporándose. Conoce la aversión de su esposa hacia la señora de Figueroa y la desconfianza que le inspira el duque. “Entiendo tu recelo, Catalina, pero tu padre ha sido muy claro. Un enfrentamiento directo con Lisandro después del último altercado podría tener consecuencias nefastas. Y Leocadia, ella mueve los hilos de tu padre con una habilidad pasmosa”. “Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos sometemos sin más?”, la voz de Catalina tiembla ligeramente. “Siento que estamos caminando hacia una trampa”.
De repente, un golpe suave en la puerta los interrumpe. Es Yana, con una expresión de urgencia contenida. “Señorita Catalina, señorito Adriano, disculpen la intromisión, pero el marqués desea verlos en el despacho de inmediato. Y ha llegado una carta para usted, señorita, de alguien inesperado”. Catalina siente un escalofrío recorrerle la espalda. Una carta. En un momento como este, la estrategia de Manuel y la caída de un embustero. Mientras tanto, en otra ala del palacio, Manuel repasa mentalmente su plan. La revelación del sargento Burdina sobre Toño ha sido un golpe duro, pero más que la ira, siente una profunda decepción. Ha confiado en el muchacho, le ha ofrecido una oportunidad. Ahora, en lugar de una confrontación directa que probablemente solo llevaría a más negaciones y victimismo, Manuel ha optado por una vía más sutil, más dolorosa para el propio Toño. “Hoy será el día”, murmura para sí mismo, observando como el sol comienza a bañar los jardines. Ha convocado a Toño a su despacho con la excusa de discutir nuevas tareas, pero la verdadera tarea será para el joven enfrentarse a la verdad de sus propias mentiras tejidas por él mismo.
Cuando Toño entra con su habitual aire de falsa humildad, Manuel lo recibe con una serenidad calculada. “Toño, siéntate. Tengo algo importante que discutir contigo”. Le tiende un pequeño paquete envuelto con sencillez. “El sargento Burdina me ha pedido que te entregue esto. Parece que es de tu familia, de tu pueblo”. La palidez se apodera del rostro de Toño. Sus manos tiemblan ligeramente al tomar el paquete. Sabe que no puede ser de su familia porque la historia que ha contado, la de su origen humilde y su lucha solitaria, es una completa invención. “Ábrelo”, insta Manuel. Su mirada fija en el muchacho. Con dedos torpes, Toño desenvuelve el paquete. Dentro no hay cartas de una familia inexistente, ni recuerdos de un pasado inventado. Hay un único objeto, una pequeña medalla de San Cristóbal, idéntica a la que él mismo ha empeñado semanas atrás, alegando que era el último recuerdo de su difunta madre. Y junto a ella, una nota escueta con una caligrafía firme y clara: “Las mentiras tienen las patas muy cortas, muchacho”. Sargento Burdina. El color desaparece por completo del rostro de Toño. Levanta la vista hacia Manuel, sus ojos llenos de pánico y vergüenza. No hay acusaciones en la mirada de Manuel, solo una profunda tristeza y la firmeza de quien espera una confesión. “Yo, yo no…”, balbucea Toño, pero las palabras se ahogan en su garganta. La evidencia es irrefutable, la trampa perfecta en su simplicidad. Manuel se inclina hacia delante. “Toño, todos cometemos errores, algunos más graves que otros. Pero lo que define a un hombre no es su caída, sino cómo se levanta. Tienes la oportunidad de decir la verdad, de enmendar en la medida de lo posible el daño causado por tus engaños”. Las lágrimas comienzan a rodar por las mejillas de Toño. El peso de su farsa lo aplasta. Finalmente asiente lentamente, la cabeza gacha. La máscara ha caído.
Mientras tanto, Curro y Lope comparten una frustración similar, aunque de naturaleza completamente distinta. Las esmeraldas, su gran esperanza para desenmascarar a algún enemigo oculto de La Promesa, o al menos para entender ciertos movimientos turbios, han resultado ser meras imitaciones. El chasco ha sido monumental. “Es como si nos hubieran tomado el pelo desde el principio”, se queja Lope mientras remueve su café matutino con desgana en la cocina. Curro, siempre más pragmático, intenta buscar una explicación lógica. “