“No naciste para ser madre… ni siquiera para ser mujer de verdad.”
Las palabras de Martina retumbaron como una sentencia sobre Catalina, desgarrándole no solo el orgullo, sino cada rincón de su humanidad. En el silencio que siguió, hasta las sirvientas contuvieron la respiración. Catalina, con los ojos empañados y las manos temblorosas, supo que algo dentro de ella había cambiado para siempre. Y en ese instante, juró venganza.
Pero no sería una venganza impulsiva. No. Sería meticulosa, sutil… definitiva.
El detonante fue una carta. Un sobre sellado con el escudo del Barón Valladares, entregado por manos temblorosas pero firmes. Dentro, amenazas explícitas contra su familia. “No habrá perdón. Lo perderán todo.” La voz de Catalina tembló al leerlas, pero su voluntad se volvió hierro. Aquel hombre, que tantas veces la humilló, había cruzado la línea.
Catalina no gritó, no lloró. En cambio, escribió. Una carta diplomática, con una humildad falsa, firmada como si fuese de Alonso. Una invitación a una cena de reconciliación. Sabía que el Barón, engreído por su título, no resistiría semejante gesto. Cayó directo en la trampa.
La noche de la cena, Catalina lo recibió sola. El varón, altivo, esperaba disculpas. Lo que encontró fue la puerta cerrándose con un chasquido y la mirada de una mujer que ya no tenía miedo. “Hoy soy yo quien va a hablar contigo”, dijo Catalina, con una calma helada que helaba la sangre.
El varón, incapaz de contenerse, intentó intimidarla. Palabras crueles, gestos amenazantes… hasta que levantó la mano. Pero justo antes de descargar su furia, la puerta se abrió de golpe. Adriano y el sargento Burdina irrumpieron. La escena cambió en segundos.
“Ni un paso más, varón Valladares.”
Burdina, con voz de acero, presentó los cargos: corrupción, coacción, tráfico de influencias, intento de homicidio. Documentos. Testigos. Pruebas. Incluso médicos sobornados para dejar morir a una niña. Catalina había reunido todo. Y lo había hecho en silencio.
El Barón palideció. “¡Esto es un montaje!”, gritó, mientras las esposas se cerraban en sus muñecas. Pero ya era tarde. El sargento lo dejó claro: “Su título ya no existe. Firma real. Ya no es un noble, es solo un delincuente más.”
Mientras se lo llevaban, humillado y vencido, Catalina apenas susurró: “Sí, ha terminado para ti.”
Adriano la abrazó con ternura. “Tú hiciste esto, Catalina.”
Y ella respondió con la frialdad de quien ha visto el abismo y ha vuelto más fuerte:
“No, lo hizo él. Él cavó su propia ruina. Yo solo entregué la pala.”
Ahora que la caída del Barón es inevitable… ¿crees que Catalina fue demasiado lejos, o simplemente hizo justicia?