La Promesa; Catalina desenmascara a Leocadia mientras Lope descubre un crimen oculto

—“No pertenezco a este lugar, Catalina. Soy como un gorrión en una jaula de oro. Todos esperan que cante como un canario… y yo solo sé piar.”

La fragilidad de esa confesión se incrustó en el corazón de Catalina como una flecha silenciosa. Porque si algo no permitiría jamás, era que la nobleza destrozara al hombre que amaba.

La celebración en honor a Adriano había terminado, pero sus ecos persistían como un murmullo en las paredes del palacio. La Promesa, más que nunca, se convertía en un campo minado de tensiones, traiciones, y verdades que comenzaban a escurrirse por las grietas del silencio.

Catalina, fortalecida por la confianza renovada de su padre, el marqués Alonso, decidió hacer lo que durante tanto tiempo había postergado: mirar a Leocadia directamente a los ojos… y empezar a desmontarla. No lo haría con gritos, ni con amenazas. Lo haría con inteligencia. Cada documento, cada gasto, cada movimiento de la institutriz sería vigilado. Catalina sabía que alguien con un alma tan retorcida debía tener secretos enterrados… y estaba decidida a desenterrarlos todos.

Al otro lado del conflicto, Lope emprendía su propia misión en las sombras. Se infiltró en la mansión de los duques de Carril, guiado por una sospecha que le quemaba en las manos: una confesión escrita que podría exonerar al padre de Pía… y condenar a Don Gonzalo por asesinato. Su plan, sin embargo, comenzó a tambalearse desde el primer momento. Aquel portazo seco, acompañado por la mirada impenetrable del mayordomo, fue más que una negativa: fue un aviso de que había cruzado una línea de la que quizá no podría regresar.

Y aun así, avanzó. Se deslizó por los setos ornamentales, buscando una entrada secundaria. No era un ladrón de riquezas, sino de verdades. Un justiciero accidental, impulsado por la lealtad y el coraje.

Mientras Lope desafiaba el peligro, Ángela enfrentaba su infierno personal. Forzada a disculparse ante el marqués de Andújar, su agresor, y traicionada por quien más admiraba —Pía Adarre—, se encontró sola, sin escapatoria. La mirada de Pía, antes llena de comprensión, ahora era una máscara de autoridad que no admitía discusión. “Por el bien de esta casa y por el tuyo propio”, le dijo. Y con esas palabras, Ángela comprendió que estaba atrapada en una jaula aún más cruel que la de Adriano.

Samuel, por su parte, escarbaba en los silencios de Petra. Su transformación no era fruto del poder, sino del dolor: un hijo perdido, una maternidad rota, una culpa que se había enquistado en su alma como un veneno lento. El rencor de Petra no era más que el grito silencioso de una madre rota.

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Y mientras en los salones nobles se jugaban partidas de poder y venganza, abajo, entre harina y cuchillos, el servicio planeaba su propia revolución. La noticia de que Petra prohibiría asistir a la boda de Salvador y María Fernández cayó como un rayo. Pero en lugar de apagar la esperanza, encendió la chispa de la rebelión.

Rómulo y Emilia lideraron el motín más poético que La Promesa haya conocido: si no podían ir a la iglesia, la ceremonia se celebraría en el patio del servicio. Una declaración de amor, dignidad y pertenencia. Y allí, entre sonrisas y flores, ocurrió algo inesperado: Petra, la misma que prohibía, apareció en silencio y dejó una flor junto a la mesa. No dijo nada. No hizo falta. Era un gesto de duelo, quizá de perdón. O al menos, un atisbo de humanidad.

Pero Leocadia seguía en pie. Y su veneno no descansaba. Durante el desayuno, frente a toda la familia, no perdió ocasión para atacar a Adriano con sarcasmos disfrazados de consejos. “La nobleza no se aprende… se mama”, murmuró, como si hablara al aire, pero su dardo fue directo. Catalina, furiosa, lo dejó claro: “Adriano es mi esposo y el futuro de esta casa.”

Más tarde, Leocadia lo encontró en la biblioteca, luchando con los libros de cuentas. “Quizá esto debería dejarlo en manos más experimentadas”, insinuó con desdén. Era un golpe tras otro. Y Adriano, poco a poco, comenzaba a dudar de sí mismo.

Por la noche, vencido por la tristeza, se sinceró con Catalina. Pero en lugar de derrumbarse, ella se levantó más fuerte. Lo arropó no solo con amor, sino con una determinación feroz. “Tú tienes algo que ellos jamás tendrán: integridad. Y vamos a demostrarles que eso vale más que todos sus títulos.”

Y así comenzó la verdadera guerra. Catalina contra Leocadia. El amor contra el desprecio. La verdad contra la manipulación.

Pero mientras todo eso arde en los corredores de La Promesa, una pregunta sigue latente:

¿Quién ganará esta guerra silenciosa donde cada palabra es un arma y cada silencio, una sentencia?

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