“Lo que usted está haciendo no es orden… es abuso.” — Catalina, con voz firme, mirándolo a los ojos.
Durante días, algo no encajaba en el aire de La Promesa. Desde la llegada de Cristóbal Vallesteros, el nuevo mayordomo de modales perfectos y hoja de vida impecable, el ambiente en la planta de servicio se volvió irrespirable. Con una tabla siempre en mano, voz seca y pasos firmes, impuso una disciplina tan férrea como humillante. Pero lo que nadie imaginaba era que detrás de esa fachada se escondía un aliado de Leocadia… con una misión concreta: quebrar a Curro.
Catalina, que lo observaba desde lejos, comenzó a notar las señales. Una sensación de alerta cada vez que estaba cerca de él. Un escalofrío cuando lo veía caminar por los pasillos. Algo dentro de ella le advertía: ese hombre no era quien decía ser. Decidió investigar. Y lo que descubrió no solo la indignó… la obligó a actuar.
Mientras tanto, Curro vivía un infierno silencioso. El nuevo mayordomo no solo lo rebautizó como “muchacho” o “el lacayo”, sino que descargó sobre él las peores tareas, las órdenes más humillantes y los comentarios más hirientes. Día tras día, lo arrinconaba psicológicamente, lo aislaba y lo forzaba al límite.
Una tarde lluviosa, mientras Catalina regresaba temprano con los bebés, escuchó una discusión detrás de la cocina. Se acercó con sigilo… y lo vio. Cristóbal tenía acorralado a Curro contra la pared, gritándole con desprecio, llamándolo “bastardo malcriado”, negándole incluso la dignidad de un nombre. Esa fue la gota que colmó el vaso.
Sin pensarlo, Catalina irrumpió en la sala y lo enfrentó con toda la fuerza de su carácter. Delante de todos, lo desenmascaró. Le dijo que no solo había cruzado una línea, sino que había traicionado la confianza del palacio, y que su juego había terminado. Su voz no tembló ni una sola vez cuando anunció su decisión: iba a hablar con Alonso… y él no volvería a pasar otra noche bajo ese techo.
Cristóbal intentó disculparse. Balbuceó excusas, habló de “errores”, de “disciplina”, pero ya era tarde. Catalina había visto todo. Y con ella, el destino del mayordomo estaba sellado.
Horas más tarde, Leocadia lo recibió en bata, copa en mano. Él pidió ayuda, rogó que interviniera ante el Marqués, pero ella lo miró con frialdad. “Perdiste el control. Olvidaste la regla más básica: jamás dejes testigos”, le dijo con una sonrisa cruel. Lo dejó solo, abandonado, sabiendo que el juego había terminado.
Y así fue. Alonso escuchó cada palabra de su hija. Rómulo redactó la carta de despido. Y sin aplausos, sin despedidas, sin honor… Cristóbal fue expulsado del palacio. Un único baúl, un cochero indiferente, y la mirada de Curro desde la ventana, con María Fernández a su lado, fueron testigos de su salida definitiva.
En La Promesa, el orden había sido restaurado. Y una vez más, Catalina demostró que cuando se trata de proteger a los suyos… no hay quien la detenga.