“¡Intentaste matar a mi hija con tus propias manos! ¿Y todo por herencia?” — Catalina, temblando de rabia, enfrenta a Lorenzo en medio de la noche, con el rostro pálido pero la voz firme. La escena cambiará para siempre la historia de La Promesa.

Nada podía preparar a Catalina para lo que estaba a punto de descubrir. Durante días, la vida de su hija Rafaela pendía de un hilo: una fiebre implacable que no cedía ante ninguno de los cuidados. El pequeño cuerpo ardía, frágil, sudoroso, y su madre, consumida por el miedo, no se apartaba de su lado ni un segundo. Ni los paños fríos de Pía, ni las infusiones ni las hojas de curanderas traídas por Lope surtían efecto. Era como si algo —o alguien— la estuviera consumiendo desde adentro.

Adriano, el padre, luchaba contra el pánico manteniendo una fachada de fortaleza. Pero la desesperación era evidente en cada mirada, en cada palabra contenida. Fue entonces cuando Alonso, al ver el deterioro de su nieta, tomó una decisión urgente: llamar al mejor médico de la región, el doctor Eudoro, un hombre respetado incluso en la corte.

El diagnóstico fue claro: aquello no era una fiebre común. Podría tratarse de una infección sistémica, una amenaza para todo el cuerpo de la niña. El tratamiento sería costoso, riesgoso y doloroso. Pero Alonso no dudó. “Haz lo que sea necesario”, ordenó con voz grave.

Durante días, Eudoro aplicó técnicas poco ortodoxas, sangrías, cataplasmas, compuestos amargos… La fiebre subía, bajaba, oscilaba, resistía. Hasta que finalmente, una noche, algo cambió. Rafaela comenzó a reaccionar. El calor cedía lentamente, y por primera vez en días, su respiración se volvió tranquila. Todos respiraron aliviados. Pero el médico no compartía del todo esa tranquilidad.

Había algo que no cuadraba.

En sus observaciones, Eudoro detectó un patrón escalofriante: la fiebre de Rafaela siempre empeoraba en ciertas horas de la noche, justo cuando la temperatura ambiente caía abruptamente. Sospechando sabotaje, examinó la estufa del cuarto. Había sido manipulada: encendida y apagada a horas estratégicas, para generar golpes de frío en el cuerpo de la niña. No era un accidente. Era una acción premeditada.

Cuando reveló esto a Catalina y Adriano, la reacción fue devastadora. Catalina se abrazó a su hija con un grito ahogado. “¿Quién haría algo así?”, susurró. La respuesta aún no estaba clara, pero una cosa era segura: debía descubrirse, y rápido.

Eudoro propuso una trampa. Prepararon el cuarto como si estuviera vacío. Solo quedaban paños en la cuna, luces tenues y silencio absoluto. Pero ocultos tras el armario, Catalina, Adriano y el sargento Burdina esperaban. Era medianoche.

Y entonces, alguien apareció.

Lorenzo. Con guantes en las manos, se acercó sigilosamente a la estufa y manipuló los controles. Iba a repetir el sabotaje, una vez más. Pero no llegó a salir. Una luz se encendió de pronto, iluminando su rostro sorprendido. Catalina emergió de las sombras.

—“¡No te muevas!” —gritó. A su lado, Burdina apuntaba con el arma.

Lorenzo intentó justificarse. Balbuceó excusas, mintió. “La estufa estaba fallando, solo intentaba ayudar.” Pero era tarde. Eudoro, Alonso y Rómulo ya estaban allí. El marcador térmico instalado en el aparato confirmaba todo. El crimen estaba descubierto.

Catalina, entre lágrimas y furia, lo enfrentó:

—“¡Tú intentaste matar a mi hija por codicia! ¡Lo hiciste sabiendo que era la más frágil! ¿Qué clase de monstruo eres?”

Y el golpe final no tardó en llegar.

Desde el pasillo, Leocadia apareció al escuchar el alboroto. Pero antes de poder decir una palabra, Burdina se giró hacia ella con la misma firmeza:

—“Tú también vienes conmigo. Estoy segura de que no actuó solo.”

Leocadia, desconcertada, gritó que todo era un absurdo. Pero su rostro la delataba. El plan, en el que tanto había confiado, se derrumbaba frente a sus ojos.

En una escena paralela, horas antes, Leocadia y Lorenzo celebraban su aparente éxito. “Si uno de los gemelos muere, el otro sigue siendo una amenaza. Pero si ninguno sobrevive, el imperio es nuestro”, decía Lorenzo con una copa de vino en la mano. Leocadia sonreía frente al espejo. Todo estaba bajo control. Ella incluso ya comenzaba a conquistar emocionalmente a Alonso, mostrándose como su apoyo, su consuelo, su futura marquesa.

Pero no contaban con la astucia de Catalina. Con la fuerza de una madre dispuesta a todo. Con la determinación de Alonso, que, aunque herido, aún conservaba su sentido de justicia.

Ahora, con la evidencia en mano y la confesión de Lorenzo prácticamente sellada, solo queda saber qué destino les espera. ¿Prisión? ¿Deshonra? ¿Exilio? ¿Y qué consecuencias traerá esta traición para la familia Luján?

Catalina, abrazando a Rafaela en brazos, mira hacia la puerta del cuarto, donde Burdina conduce a los culpables fuera. No dice nada. Sus ojos lo dicen todo. La guerra no ha terminado, pero una verdad ha salido a la luz. Y eso, en La Promesa, siempre tiene un precio.

¿Crees que Leocadia pagará por todo lo que ha hecho o logrará manipular nuevamente el tablero a su favor?