“El aire ardía en La Promesa, pero no por el sol de julio…”
Fue una semana donde todo cambió. No porque alguien lo hubiera planeado. No porque los Luján estuvieran listos para enfrentarlo. Fue el destino, o el veneno, o quizás la suma de muchas decisiones que, una tras otra, fueron dejando grietas en la tierra. Grietas que terminaron por romperla.
Catalina, la mujer que siempre caminó con los pies firmes, fue la primera en caer. No metafóricamente. No emocionalmente. Literalmente. Cayó desde un puente, un viejo paso de madera que había advertido necesitaba reparación urgente. Fue ella misma, en un último intento por no depender de la soberbia de Leocadia, quien fue a inspeccionarlo. El crujido seco, el grito ahogado de los jornaleros, y su cuerpo desplomándose contra las rocas fue el inicio de una tormenta que ya no se puede detener.
La noticia se extendió como un rayo por los pasillos de la finca. Pía, Manuel, Curro, incluso Ricardo, todos corrieron. La imagen de Catalina inmóvil, ensangrentada, atrapada entre agua y piedra, fue como una daga en el pecho de su familia. Pero mientras unos se quebraban, otros se alzaban.
Ballesteros, con su eterna mirada de halcón, descubrió que no fue un accidente. Encontró el clavo alterado, la madera saboteada. Y como si el infierno abriera sus puertas, Lóe —sí, el propio infiltrado que desapareció durante semanas— regresó con la verdad: una confesión directa que señalaba a Leocadia… y al mismísimo Barón de Valladares.
Mientras tanto, Martina —silenciosa, helada, distante desde hace días— entregaba sin palabras la última puñalada: una prueba escrita, con la letra del Barón, que lo hundía para siempre. ¿Por qué lo hizo? ¿Por Catalina? ¿Por la verdad? ¿O por algo más oscuro que aún no conocemos?
Leocadia, en un giro inesperado, aceptó finalmente lo que tanto temía. Rodeada, sin escape, confesó. No todo, claro. Nunca todo. Pero lo suficiente para que Manuel, con el contrato que escondía como daga bajo llave, pudiera mirarla de frente y devolverle el golpe.
Y en ese instante, en que la Guardia Civil ya tocaba las puertas de La Promesa y los pilares comenzaban a temblar, otro frente explotó: Ángela. Tras el escándalo con el marqués de Andújar, Leocadia decidió exiliarla. Mandarla a Suiza como si pudiera borrar su “fracaso” social. Pero Ángela se rebeló. Rompió la obediencia que la mantuvo en silencio tanto tiempo y le gritó a su madre, por fin, lo que el corazón le guardaba. Lorenzo y Leocadia se enfrentaron como nunca, y su alianza cruel se quebró.
Y justo cuando todo parecía arder solo en el alma, el cuerpo de Catalina seguía sin despertar. La finca contenía la respiración. Manuel, destruido, esperaba junto a su lecho. Vera, con el rostro surcado de lágrimas, culpaba al sistema, a la guerra invisible, a Leocadia, a todos. Curro —en silencio, en el fondo de la sala— prometía venganza.
Pero, ¿será este el inicio de una redención colectiva, o simplemente la antesala del derrumbe final?
La Promesa ya no es solo una finca. Es un campo de batalla donde el amor, la ambición y la traición ya no pueden convivir en la misma mesa.
¿Crees que Catalina despertará y tomará el control otra vez?
¿O ya es demasiado tarde para salvar lo que queda de La Promesa?