“No todas las cicatrices son visibles. Algunas se heredan, otras se ocultan… y unas cuantas, simplemente, explotan.”
El amanecer del 10 de julio se extendía sobre los campos de La Promesa como una caricia de oro sobre una herida sin cerrar. Pero en el interior del palacio, la belleza del día contrastaba con la tensión silenciosa que se acumulaba como tormenta sobre las almas que lo habitaban. Allí, donde los secretos dormían bajo capas de educación y jerarquía, algo empezaba a desmoronarse.
Enora, con sus manos aún manchadas de grasa del hangar, se topó de frente con el veneno sutil de Leocadia. Fue una conversación breve, pero punzante. Un cruce de miradas. Una advertencia disfrazada de cortesía. “El apellido no lo es todo”, murmuró Leocadia antes de retirarse. Enora quedó inmóvil, pero sus ojos decían más que mil palabras: miedo… o reconocimiento.
¿Eran viejas conocidas? ¿O había algo más? Nadie lo sabe, pero esa grieta, ese roce, fue suficiente para teñir de sospechas todo el aire del palacio.
En el hangar, Manuel seguía sumido en su muralla emocional. Admiraba el talento de Enora, su mente afilada, su pasión por la mecánica. Pero cuando ella intentaba acercarse, algo se cerraba en él. Una puerta invisible. El afecto se transformaba en frialdad. Y ella, atrapada entre la admiración y la duda, comenzaba a preguntarse si su presencia era bienvenida… o si cargaba con un pasado que ya nadie puede enterrar.
Mientras tanto, en los pasillos de servicio, Santos regresaba. Derrotado, pero no vencido. Pedía una segunda oportunidad al implacable Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo de rostro cincelado y corazón de granito. Pero Cristóbal no olvida. “La lealtad no es una prenda que uno se pone y se quita”, sentenció. Santos sudaba, rogaba, se humillaba… y aún así, la compasión no llegaba.
“Lo consideraré”, dijo Cristóbal finalmente, con una frialdad que helaba la sangre. Y Santos, al salir de la oficina, comprendió que había entrado en un juego donde cada paso en falso podía costarle su lugar… o su alma.
Y como si las tensiones no fueran suficientes, Catalina chocó con Ballesteros en la mismísima despensa. Él pretendía reorganizar todo con su lógica férrea; ella lo enfrentó con la determinación de quien ha construido algo con esfuerzo y amor. “Esto no es un cuartel”, dijo ella. “Aquí se trabaja con personas, no con engranajes”. La mirada que cruzaron podría haber encendido la mecha de una guerra silenciosa. La batalla por el poder en La Promesa ya no era entre nobles y criados, sino entre visiones opuestas del mundo.
Vera, mientras tanto, se ahogaba en el silencio de la desaparición de Esmeralda. Cada minuto sin noticias era una losa más pesada. El miedo la mantenía inmóvil… hasta que un nuevo rumor recorrió los pasillos. Gonzalo, desde la casa de los Duques de Carril, recibió una visita inesperada. Nadie sabe quién fue. Pero quien cruzó esa puerta podría tener en sus manos la llave de la verdad… o de una traición aún más profunda.
Y mientras Lorenzo era forzado a humillarse públicamente, pidiendo perdón en nombre de Leocadia, la sombra de un nuevo escándalo se cernía sobre todos. Catalina y su plan para debilitar al varón de Valladares avanzaban con sigilo, mientras este se negaba a cooperar con nadie. Su negativa, su arrogancia… su final podría estar más cerca de lo que imagina.
La pregunta ahora no es si estallará todo… sino cuándo y a manos de quién.
¿Crees que Enora esconde algo más? ¿Y tú, confiarías en Leocadia después de todo lo que ha hecho?