La Promesa Capitulo 622 AVANCE (24 de junio): Manuel Sospecha de Leocadia

“Manuel sospecha de Leocadia: ¿una prometida impuesta o una conspiración silenciosa en La Promesa?” El sol de la tarde del martes caía a plomo sobre los campos de Los Pedroches, pero dentro de los muros de La Promesa, una tensión mucho más densa que el calor estival se acumulaba, capa sobre capa, en cada salón, en cada pasillo, en cada rincón de la zona de servicio. Era un día preñado de susurros, de miradas furtivas y de verdades a punto de estallar. Y en el epicentro de casi todas estas corrientes subterráneas, como una araña en el centro de su tela, se encontraba Leocadia, la nueva y flamante marquesa de Luján, cuya sonrisa parecía tan dulce como letal el veneno que destilaba con cada uno de sus estudiados movimientos.

Manuel de Luján sentía el peso de esa atmósfera en la nuca. Se encontraba en su despacho, supuestamente revisando unos documentos relacionados con la finca, pero su mente era un torbellino de sospechas. La inminente fiesta en honor a su primo Adriano le producía una extraña desazón. Sobre el papel, era un gesto generoso, una celebración del título de Barón de Linaja que el buen hombre había heredado de forma tan inesperada. Pero Manuel conocía a su padre, Alonso, y aunque era un hombre de tradiciones, algo en la grandilocuencia del evento, en su precipitada organización, no encajaba con su carácter y, sobre todo, no encajaba con el sombrío estado de ánimo que había envuelto a la familia desde la partida forzada de su madre, Cruz.

Unos nudillos golpearon la puerta con una familiar cadencia, firme pero respetuosa. “Adelante, Rómulo.” El mayordomo entró con su habitual porte impecable, su rostro una máscara de profesionalidad que, sin embargo, no lograba ocultar del todo la preocupación en sus ojos. Cerró la puerta tras sí con un suave “click” que pareció sellar la confidencialidad de la estancia. “Señorito Manuel”, comenzó su voz, un barítono grave y sereno. “Disculpe la interrupción.” “No te preocupes, Rómulo. De hecho, eres la persona que necesitaba ver”, dijo Manuel, dejando los papeles a un lado y recostándose en su silla de cuero. “Esta fiesta, hay algo que no me cuadra. ¿Tú sabes algo más? Mi padre parece ausente en todo esto. Es como si Leocadia llevara las riendas de todo.” Rómulo avanzó un par de pasos, juntando las manos a la espalda. La luz de la ventana dibujaba el contorno de su figura, una silueta de lealtad inquebrantable que había servido a los Luján durante décadas. “Sus intuiciones son correctas, señorito. La celebración esconde un propósito mucho más estratégico que la simple celebración de un título nobiliario.” Manuel se inclinó hacia delante, sus codos sobre la mesa, su mirada fija en el mayordomo. “Estratégico. ¿A qué te refieres? Habla claro, por favor.” Rómulo tomó aire como si las palabras que iba a pronunciar tuvieran un peso físico. “He tenido conocimiento, a través de conversaciones que no debería haber oído, de que la intención principal de la marquesa Leocadia no es solo festejar a su primo Adriano. El objetivo real, el gran acto de la noche, es presentarle oficialmente ante la alta sociedad.” “Bueno, eso es lógico, ¿no? Si ahora es el Barón de Linaja…” “Permítame terminar, señorito”, interrumpió Rómulo con suavidad. “Presentarle, sí, pero no solo a él. La idea es presentarle junto a una prometida. Una candidata ya seleccionada de su mismo rango, de una familia conveniente. La fiesta es, en esencia, un anuncio de compromiso encubierto.”

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El silencio que siguió a las palabras de Rómulo fue denso y frío. Manuel sintió una oleada de incredulidad, seguida inmediatamente por una ira gélida que le recorrió las venas. “¿Una prometida para Adriano, así sin más, como si fuera una pieza en un tablero de ajedrez?” “Una prometida”, repitió Manuel, su voz apenas un susurro cargado de furia contenida. “¿Y se puede saber quién ha orquestado semejante farsa? ¿Mi padre Alonso ha consentido esto?” Rómulo bajó la mirada por un instante, un gesto que valía por mil palabras. “El marqués, su padre, cree que es una simple fiesta para dar la bienvenida al nuevo estatus de su primo. Ignora por completo la segunda parte del plan. Él cree que es una idea de Leocadia para integrar a la familia. No conoce la verdadera dimensión de la maniobra.” “¡Leocadia!”, masculló Manuel, poniéndose en pie de un salto y comenzando a caminar de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado. “Por supuesto, tenía que ser ella. Siempre es ella.” Se detuvo frente a la ventana, mirando sin ver los jardines. La imagen de su primo Adriano, un hombre bueno, sencillo, casi un alma cándida atrapada en un mundo que no comprendía, siendo empujado a los brazos de una desconocida por pura conveniencia dinástica, le revolvía el estómago. Era cruel, era manipulador, era el sello inconfundible de Leocadia. “Quiere atarlo, ¿no es así?”, continuó Manuel, más para sí mismo que para Rómulo. “Atarlo a su círculo, a su control. Un barón es un título útil, pero un barón casado con una de las suyas es un peón asegurado en su partida. ¿Y mi padre? Mi padre no ve nada. Está ciego a su ambición.” “El señor marqués está abrumado”, dijo Rómulo con diplomacia. “La ausencia de la señora marquesa Cruz le ha dejado vulnerable y doña Leocadia ha sabido ocupar ese vacío con una eficacia temible.” Manuel se volvió, su rostro una máscara de determinación. La duda se había disipado, reemplazada por una certeza heladora. Ya no se trataba solo de una fiesta, se trataba de una declaración de intenciones, un movimiento de poder descarado dentro de los muros de su propia casa. “Gracias, Rómulo. Gracias por tu lealtad. Ahora sé a qué atenerme.” “¿Qué piensa hacer, señorito?” “No lo sé todavía”, admitió Manuel, su mandíbula tensa. “Pero no voy a permitir que utilice a Adriano de esa manera. No voy a dejar que convierta La Promesa en su teatro de marionetas particular. Esta vez no.”

Mientras Manuel procesaba la magnitud de la intriga, en un salón contiguo, la víctima principal de la misma sufría su propio calvario. Adriano, el flamante Barón de Linaja, se sentía como un toro de lidia al que intentaran enseñar a bailar un vals. Frente a él, Catalina y María Fernández se esforzaban con una paciencia que rayaba en lo heroico. “No, Adriano, por el amor de Dios, no”, decía Catalina con un tono que mezclaba la exasperación y un cariño fraternal. “El tenedor de pescado es el que tiene tres puntas, no cuatro, y se sostiene así, con delicadeza. No lo empuñes como si fueras a clavar una estaca en el corazón de un vampiro.” Adriano miró el tenedor de plata como si fuera un artefacto alienígena. Sus manos, acostumbradas al trabajo duro de la tierra, a la madera y al metal, se sentían torpes y gigantescas sosteniendo aquellos utensilios tan finos. Llevaba una chaqueta de chaqué prestada que le tiraba de los hombros y un cuello almidonado que parecía tener la única misión de estrangularlo lentamente. “Lo siento, Catalina, es que no le veo el sentido”, se quejó, dejando el tenedor sobre la mesa con un ruido metálico que hizo a María Fernández respingar. “En mi casa, con un tenedor comemos de todo y si la cosa se pone difícil, un buen trozo de pan ayuda más que toda esta ferretería.” María Fernández, de pie a su lado, intentó un enfoque diferente. “Piense en ello como un juego, don Adriano, un juego con reglas muy tontas, pero si no las sigue, los otros jugadores, que son todos unos estirados y unos cretinos, le mirarán por encima del hombro. Y no queremos eso, ¿verdad? Queremos que piensen: ‘Ahí va el Barón de Linaja. Qué hombre tan elegante y distinguido’.” “Pero si yo no soy elegante ni distinguido, María. Soy Adriano, el primo de Leocadia, que hasta hace dos días no sabía ni que iba a heredar nada. Me siento como un espantapájaros con ropa de domingo. Todos se van a reír de mí.” Había una angustia genuina en su voz que conmovió a ambas mujeres. Vieron más allá del hombre corpulento y torpe. Vieron un alma sencilla y honesta atrapada en una situación que le superaba por completo. “Nadie se va a reír de ti, Adriano”, le aseguró Catalina, su voz ahora mucho más suave. “Estamos aquí para ayudarte. A ver, intente con esto de nuevo. La servilleta se coloca sobre el regazo. No se ate el cuello como un babero.” “¿Y si se me cae una mancha de salsa?”, preguntó él con una lógica aplastante. “Pues se le cae”, intervino María Fernández. “Y si alguien le dice algo, usted le mira muy fijamente y le pregunta si su vida es tan aburrida que tiene que fijarse en las manchas ajenas. Ya verá que pronto se callan.” Catalina le lanzó una mirada de advertencia a María, aunque no pudo reprimir una pequeña sonrisa.

Avance semanal de La Promesa del 23 al 27 de junio: secretos, traiciones y  una fiesta que lo cambiará todo | LOS40

La sesión continuó durante horas. Le enseñaron a hacer una reverencia sin parecer que se estaba cayendo, a cómo dirigirse a una duquesa frente a una marquesa, a no hablar de cosechas ni de ganado en mitad de una conversación sobre ópera. Cada nueva regla parecía más absurda que la anterior y, con cada una, Adriano se encogía un poco más dentro de sí mismo. Se sentía como un pez de río al que hubieran arrojado de pronto a un océano desconocido y salado, pidiéndole que nadara con la elegancia de un delfín. “Quizá esa es la intención”, murmuró Catalina a María Fernández aparte, mientras Adriano intentaba sin éxito abrir un abanico que le habían dado para practicar. “Quizá Leocadia y ese socio suyo, Lisandro, lo han organizado todo tan rápido precisamente para esto, para que no tuviera tiempo de prepararse, para que se sintiera abrumado, para que hiciera el ridículo. Así es más fácil manejarlo, supongo.” María Fernández asintió, su rostro ensombrecido. “Esa mujer no da puntada sin hilo. Pobre Adriano, me da una pena terrible.” La mención de Lisandro, el Duque de Belmonte, socio de Leocadia en sus turbios negocios, nos lleva directamente a las cocinas, donde otro drama personal se estaba gestando. Lope, el cocinero, estaba pálido y ojeroso. La proximidad de Lisandro, el hombre que creía responsable de la desaparición y posible muerte de Esmeralda, le consumía por dentro. Había visto a Vera, la doncella personal de Catalina, rellenando unas jarras de agua y la había interceptado en el pasillo que llevaba a la despensa. “Vera, por favor, necesito hablar contigo un momento”, dijo su voz baja y urgente. Vera se giró sorprendida por la intensidad de su mirada. Su corazón siempre daba un vuelco cuando Lope estaba cerca. Pero esta vez el vuelco fue de preocupación. “Lope, ¿qué ocurre? Pareces enfermo.” “Lo estoy, enfermo de miedo”, confesó él, mirando a ambos lados del pasillo para asegurarse de que nadie les oía. “La fiesta. Lisandro estará allí, el Duque de Belmonte. Lo sé. ¿Y qué?”, preguntó ella, aunque ya intuía la respuesta. “Necesito estar allí, Vera. Necesito una invitación o una excusa para entrar, lo que sea. Te…”

¿Cómo logrará Lope infiltrarse en la fiesta para enfrentar a Lisandro? ¿Y qué otras intrigas se desvelarán en el Capítulo 622 de La Promesa?

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