La Promesa Capitulo 620 AVANCE (20 de junio): Vera descubre un vínculo secreto con Jacinto

En el capítulo 620 de La Promesa, la joven Vera se enfrenta a una verdad que la arrastra directamente a las entrañas de la Joyería Llop, donde un oscuro pasado y un presente aún más peligroso comienzan a emerger. El sol del 20 de junio se alzaba sobre el valle de los Pedroches, tiñiendo de oro y púrpura los campos que rodeaban La Promesa. Un día más en la majestuosa finca de los Luján, pero el aire que se respiraba no era de calma, sino de una tensión latente, una maraña de secretos y decisiones a punto de estallar, como una tormenta de verano que se gesta en silencio antes de desatar su furia. Cada alma bajo aquel techo, desde los señores en sus suntuosos salones hasta el servicio en sus bulliciosos dominios, portaba el peso de sus propias batallas, ignorantes en su mayoría de cómo sus destinos estaban a punto de entrelazarse de forma irrevocable.

En los jardines, donde el rocío de la mañana aún perlaba los pétalos de las rosas, el duque de Carvajal y Cifuentes, Lisandro, paseaba con una rigidez que traicionaba su furia contenida. Sus pasos eran cortos y enérgicos, sus manos entrelazadas a la espalda con una fuerza que blanqueaba sus nudillos. Su rostro, normalmente un lienzo de aristocrática complacencia, era ahora una máscara de indignación. La fuente de su ira no era otra que la familia Luján, o más concretamente la insultante vacilación de Adriano y los murmullos de Catalina. ¿Cómo osaban? ¿Cómo se atrevían a sopesar, a debatir, a poner en duda la generosidad de su oferta? Un título nobiliario. El condado de Carvajal y Cifuentes no era una baratija que se ofrecía en un mercado. Era un legado, un honor, una entrada a las más altas esferas del poder y el respeto. Y ellos, unos simples terratenientes venidos a más, lo trataban como si fuera una pieza de fruta que se inspecciona en busca de magulladuras. Se detuvo frente a un rosal, arrancando una flor con un gesto brusco que despojó a la rosa de su belleza. “Ingratos,” siseó entre dientes. Había visto la duda en los ojos de Adriano, una suerte de pánico moralista que le revolvió el estómago. Y había escuchado los comentarios de Catalina, pragmáticos y calculadores, sopesando los pros y los contras como si estuviera decidiendo si invertir en una nueva cosecha. La insolencia era monumental; se sentía humillado, y la humillación en un hombre como Lisandro era un veneno que se convertía rápidamente en ira. Se juró a sí mismo que no lo toleraría. Si no querían el título por las buenas, les haría entender por las malas el error que estaban cometiendo. Su visita a La Promesa tenía un propósito y no se marcharía hasta haberlo cumplido, costara lo que costara.

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Mientras tanto, en el corazón palpitante de la casa, en el despacho del marqués, se libraba una batalla mucho más silenciosa, pero igualmente trascendental. Rómulo, el mayordomo, el pilar sobre el que se había sostenido el orden y la dignidad de La Promesa durante décadas, se encontraba de pie frente a Alonso, con la espalda recta y la mirada firme, aunque teñida de una profunda melancolía. “Señor marqués,” comenzó Rómulo, su voz, normalmente un trueno de autoridad, ahora era un murmullo controlado, cargado de emoción. “He venido a comunicarle una decisión que he meditado largamente y que le aseguro es irrevocable.” Alonso, que estaba revisando unas cuentas, levantó la vista, sus cejas arqueándose con una mezcla de sorpresa y preocupación. Conocía a Rómulo mejor que a muchos miembros de su propia familia. Sabía que aquella solemnidad no presagiaba nada bueno. “¿Qué ocurre, Rómulo? ¿Algún problema grave con el servicio?” Rómulo negó con la cabeza lentamente. “El problema, señor, si es que puede llamarse así, reside en mí. He dedicado mi vida a esta casa, a su familia. He servido a su padre y he tenido el honor de servirle a usted. He visto nacer, crecer y casarse a sus hijos. La Promesa es mi hogar más que ningún otro lugar en el mundo.” Hizo una pausa, tragando saliva para contener un temblor en su voz. “Pero el tiempo, marqués, es un enemigo implacable. Mis fuerzas ya no son las que eran. Mi espíritu, aunque leal, está cansado, y un mayordomo cansado es un mal mayordomo.” El corazón de Alonso se encogió. “¿Qué estás tratando de decirme, viejo amigo?” “Le comunico mi firme propósito de abandonar La Promesa,” dijo Rómulo, las palabras saliendo con una finalidad dolorosa. “Ha llegado el momento de que me retire.” La pluma se deslizó de los dedos de Alonso, manchando de tinta un libro de contabilidad. La noticia lo golpeó con la fuerza de una bofetada. Rómulo, irse era impensable. Era como si el propio edificio amenazara con derrumbarse. “Pero, Rómulo, esto es absurdo. Eres la columna vertebral de esta casa. Eres insustituible.” “Nadie es insustituible, señor,” replicó Rómulo con una triste sonrisa. “Precisamente por el amor que le profeso a esta casa y a su familia, sé que debo marcharme antes de convertirme en un lastre. He pensado en todo. Por supuesto, no le dejaría en una posición comprometida.” Se irguió un poco más, adoptando un tono más formal. “Propongo a Ricardo como mi sucesor. Es un hombre recto, competente, con la experiencia necesaria para llevar las riendas del servicio. Ha demostrado su valía y su lealtad desde que llegó. Confío plenamente en él para mantener los estándares que esta casa merece.”

Vera y Lope se van de picnic, en el episodio de este lunes en "La Promesa"

Alonso se levantó y rodeó el escritorio, acercándose a su mayordomo, a su amigo. Puso una mano en su hombro, un gesto de una familiaridad que trascendía sus respectivas posiciones. “Rómulo, no puedo aceptar esto. No sin más. Has sido más que un empleado. Has sido un consejero, un confidente, un pilar. La Promesa no será La Promesa sin ti. Tiene que haber algo que pueda hacer, algo que pueda ofrecerte para que reconsideres tu postura.” Los ojos del marqués brillaban con una sinceridad inusual. “Antes de que tomes una decisión final, escúchame. Aún tengo una última oferta que poner sobre la mesa, una que espero te haga comprender lo mucho que significas para nosotros. No me respondas ahora, piénsalo. Te ruego que lo pienses.” Rómulo asintió, conmovido por la súplica de su señor. La lealtad era una calle de doble sentido, y el afecto de Alonso hacía su decisión aún más difícil, pero en su fuero interno, la certeza de su partida era una roca inamovible. Solo el tiempo diría si la oferta del marqués podría de alguna manera erosionarla.

Lejos del drama señorial, en el hangar que se había convertido en el santuario de Manuel, la tensión era de una naturaleza diferente. El olor a aceite de motor y a madera se mezclaba con un aire de misterio y sabotaje. Manuel y su socio Toño inspeccionaban su último prototipo de aeroplano con rostros sombríos. No era la primera vez que encontraban cosas fuera de lugar: herramientas movidas, planos desordenados y, en una ocasión, una pequeña pero deliberada muesca en una de las alas de madera. Eran incidentes sutiles, casi imperceptibles, pero acumulativos. Alguien estaba entrando en el hangar en su ausencia. Alguien que no quería ser descubierto. “Esto no es una coincidencia, Toño,” dijo Manuel, pasando un dedo por una mancha de grasa en una mesa donde no debería haberla. “Es deliberado. Alguien está intentando, no sé, retrasarnos, espiarnos, dañar el aparato.” Toño, un hombre práctico y de pocas palabras, asintió con la mandíbula apretada. “Quien quiera que sea, sabe lo que hace. No deja rastros claros. Es como un fantasma.” “Pues este fantasma se va a llevar una sorpresa,” declaró Manuel con una nueva determinación en su mirada. “No podemos seguir así. No podemos trabajar con la incertidumbre de si nuestro esfuerzo será saboteado en cuanto demos la espalda.” Se volvió hacia su amigo, sus ojos brillando con una idea. “Esta noche no podemos estar los dos aquí todo el tiempo; sería demasiado obvio, pero podemos coordinarnos. Haremos como si nos marcháramos a la misma hora de siempre, pero volveremos por separado y nos esconderemos. Vigilaremos el hangar. Esperaremos. Quien quiera que sea que se esconde tras estos incidentes, esta noche le pondremos cara.” La propuesta era arriesgada, pero Toño aceptó sin dudarlo. La incertidumbre era peor que cualquier confrontación. Se dieron la mano, sellando un pacto silencioso. La noche traería respuestas, aunque quizás no las que esperaban.

Mientras tanto, un drama de secretos mucho más antiguos y oscuros estaba a punto de desvelarse. Curro había pasado la mañana en un estado de nerviosismo febril, esperando el regreso de Esmeralda. La historia de su vida, la búsqueda de sus orígenes, el dolor de su pasado, parecía haber tocado una fibra sensible en la gerente de la joyería. Ella se había marchado prometiendo volver con respuestas, y finalmente la espera terminó. La encontró en una pequeña y discreta salita de La Promesa, lejos de oídos indiscretos. Esmeralda parecía diferente. Había una gravedad en su semblante, una sombra en sus ojos que no estaba antes. Había regresado no solo con información, sino con el peso de su propio pasado turbio, un pasado íntimamente ligado a la Joyería Llop y al misterio que Curro intentaba desentrañar. “Curro,” comenzó ella, su voz apenas un susurro. “Lo que te conté el otro día, lo que tu historia despertó en mí. Me obligó a recordar cosas que había enterrado muy hondo, cosas sobre la joyería, sobre cómo funciona realmente.” “Te escucho,” dijo Curro, inclinándose hacia delante sin querer perderse ni una sílaba.

“La Joyería Llop,” continuó Esmeralda, sus manos retorciéndose en su regazo, “es una fachada, una operación mucho más compleja y siniestra de lo que nadie imagina. Y el negocio principal, el verdadero corazón de todo, son las esmeraldas. Cada piedra que entra, cada piedra que sale, todo está vigilado. ¿Vigilado? ¿Cómo?” Esmeralda respiró hondo. “Hay un mecanismo, un mecanismo secreto oculto en uno de los cuadros del despacho principal. Es una obra de arte, un paisaje sin aparente importancia, pero detrás de él hay un sistema de espejos y lentes. Permite a alguien observar cada transacción, cada conversación que tiene lugar en esa sala sin ser visto. El auténtico dueño de la joyería está obsesionado con el control. Sigue cada movimiento de las esmeraldas, especialmente las más valiosas.” Un escalofrío recorrió la espalda de Curro. “Eso significa que cada vez que he ido allí a preguntar, a investigar… ¿Alguien me ha estado observando?” “Sí,” confirmó Esmeralda, su mirada llena de pena. “Alguien conoce al detalle todos tus movimientos, todas tus preguntas. Sabe exactamente qué estás buscando. Pero la sorpresa, Curro, la verdadera sorpresa es aún mayor.” Hizo una pausa como si reuniera el valor para pronunciar las siguientes palabras. “Te desvelaré la identidad de esa persona, el hombre en la sombra, el verdadero poder detrás de la joyería.”

¿Quién es el misterioso dueño de la Joyería Llop, y cómo cambiará esta revelación el rumbo de Curro y de La Promesa?

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