“El cuadro no era solo una pintura… era una amenaza colgada en la pared.”
Desde el instante en que el retrato de Cruz Izquierdo fue colgado en el salón principal, algo se quebró en la atmósfera de La Promesa. Lo que parecía un homenaje artístico, se convirtió rápidamente en el epicentro de un malestar generalizado. Para unos, era una reliquia sagrada; para otros, una maldición tangible.
El óleo, magistralmente ejecutado, capturaba más que la imagen física de la marquesa. En su mirada petrificada habitaba la tiranía, el desprecio y la manipulación. Esa misma mirada que había dominado a su familia y al servicio durante años. Ahora, aunque fallecida, Cruz continuaba gobernando en silencio… desde el lienzo.
Catalina, consumida por un resentimiento profundamente arraigado, lo odiaba con una intensidad que rayaba en lo visceral. Lo veía como la última sombra de una mujer que destruyó todo lo que alguna vez quiso. Junto a María Fernández, fantaseaba con quemarlo, con arrancarlo de la historia como un acto de justicia silenciosa.
Manuel, su propio hijo, no era inmune. El retrato lo sumía en una tristeza asfixiante, obligándolo a revivir todos los reproches, la falta de afecto y la sensación de nunca haber sido suficiente. En una noche de insomnio, se encontró hablándole a la pintura, suplicándole que lo dejara en paz.
Incluso Petra Arcos, la fiel ama de llaves, parecía transformada. Su antigua lealtad hacia Cruz se enfrentaba ahora a recuerdos más oscuros: humillaciones, desprecios, el constante recordatorio de haber sido una herramienta, no una persona. En el retrato veía a una diosa caída, y quizás, en lo más profundo, empezaba a odiarla.
Pero no todo era introspección y sufrimiento. Había también acción. Una figura anónima, movida por la desesperación o la justicia, irrumpió en el salón en plena noche. Con manos firmes y un objeto contundente, atacó el lienzo sin piedad. Golpes secos, cortes violentos, fragmentos de tela volando por el aire.
El rostro de Cruz se hizo trizas. Su sonrisa altiva, sus ojos acusadores, desaparecieron bajo una lluvia de destrucción. El marco dorado cedió con un crujido, y el cuadro cayó al suelo como un cuerpo derrotado.
Quienquiera que haya sido, no solo destruyó una pintura. Rompió el símbolo del control, la fuente del tormento, el corazón venenoso del palacio. Pero con cada acto de liberación viene una consecuencia. El equilibrio se ha roto, y el eco de este sacrilegio no tardará en provocar reacciones.
Y entonces, la gran pregunta queda suspendida en el aire, flotando como el humo tras una hoguera:
¿Quién rompió el retrato de Cruz Izquierdo?
¿Y qué consecuencias traerá ese acto en una casa ya al borde del colapso emocional?
¿Qué crees tú? ¿Fue venganza, locura o redención?