“Sé quién lo hizo, padre. Sé quién quiere ver muerta a Rafaela.”
Las palabras de Catalina cortaron el aire de la habitación como un cuchillo afilado. El sol del 18 de julio brillaba con engañosa calidez sobre los campos de La Promesa, pero en su interior se libraba una guerra silenciosa. Una guerra que tenía a una niña inocente como rehén y a toda una familia al borde del colapso.
Rafaela yacía inmóvil, atrapada entre fiebre y delirio, sus labios secos como ceniza. Ningún médico respondía las súplicas del marqués Alonso, ni siquiera aquellos a quienes solía bastar una orden suya. ¿Casualidad? No para Cruz. No para Catalina. Lo que antes parecía simple negligencia, ahora se perfilaba como un sabotaje mortal.
Catalina, con ojos inyectados en lucidez y rabia, había atado cabos. Miradas evitadas, reacciones extrañas, ausencias oportunas. Todo apuntaba a una única y aterradora conclusión: alguien con poder quería ver a Rafaela muerta. Y no por accidente. Era una advertencia, una ejecución planeada con precisión.
Alonso, en shock, pasó del desamparo a la furia. Si había una mano negra, juró desenterrarla aunque tuviera que hacer arder Madrid. “No me importa a quién tenga que sobornar. Rafaela no va a morir. No mientras yo respire.” Su marcha resonó como una declaración de guerra.
Mientras tanto, en los pasillos de abajo, el dolor tenía otro nombre: Samuel. Petra y María no sabían nada del joven diácono desde hacía días. Petra, quien nunca dejaba traslucir ternura, ahora apretaba el delantal con manos temblorosas. La tierra parecía habérselo tragado.
Y había algo más: don Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo, no ayudaba a calmar las aguas. Su mirada afilada, sus órdenes tajantes y el miedo que inspiraba… Todo sugería que algo se cocía bajo los cimientos de la Promesa. Petra y María decidieron actuar. Aunque sabían que cualquier paso podría ser castigado como traición.
En otra ala del palacio, Ángela vivía un romance oculto con Curro, ajena al rechazo brutal que su madre había recibido de parte de la alta sociedad. Y justo cuando Curro intentaba proteger esa pequeña felicidad, López le entregaba una revelación que cambiaría el curso de su vida: un hallazgo en la casa de los duques de Carril apuntaba a Lorenzo como posible asesino de Yana.
Enora, por su parte, escondía un secreto. Uno que dejó a Manuel paralizado. Justo cuando trataba de resolver una nueva crisis provocada por Nora, Enora lo detuvo con una confesión inesperada. Algo tan perturbador que rompió por completo el pacto que ambos habían sellado en silencio.
Y como si no bastara, Santos, bajo su fachada reformada, volvió a mostrar su rostro más oscuro con Petra. Pero esta vez, Ricardo lo descubrió en una situación tan comprometedora que podría marcar su final.
La Promesa ya no es un hogar, es un campo de batalla. Cada esquina guarda un espía, cada sonrisa encierra una traición.
¿Cuánto más puede resistir una familia cuando el enemigo duerme bajo su mismo techo?