La Promesa, avance del capítulo 620 (20 de junio): Curro destapa el secreto de la joyería Llop

El aire de La Promesa se había enrarecido, preñado de secretos y de una tensión tan palpable que parecía adherirse a los brocados de las cortinas y al mármol de los suelos. El viernes 20 de junio no amaneció como un día cualquiera; llegó envuelto en la bruma de la incertidumbre, llevando consigo el peso de decisiones irrevocables y revelaciones que amenazaban con derrumbar los cimientos mismos sobre los que se asentaba la familia Luján.

La primera víctima de esta atmósfera opresiva era Ángela. Su rebelión, nacida de la desesperación y el anhelo de libertad, la había llevado a un exilio autoimpuesto en los confines más húmedos y fríos de los jardines del palacio. Llevaba días allí, una figura trágica y solitaria acurrucada bajo la sombra de un roble centenario, utilizando la terquedad como único escudo contra la inclemencia del tiempo y la férrea voluntad de su madre. Su protesta, que había comenzado como un acto de desafío vibrante, se desvanecía ahora en un murmullo febril. La humedad de la noche se le había calado en los huesos y el rocío de la mañana era una caricia helada sobre su piel ardiente. Estaba exhausta, visiblemente enferma, y sus ojos, antes encendidos por la ira, ahora brillaban con el destello vidrioso de la fiebre. El mundo se le antojaba un borrón de verdes y grises, y los sonidos del palacio, antes familiares, le llegaban como ecos distantes y confusos.

Fue en ese estado de delirante fragilidad que Leocadia, su madre, decidió finalmente hacer acto de presencia. No la movía la compasión, sino una fría y calculadora evaluación de la situación. Ver a su hija convertida en un espectáculo lastimoso para el servicio y una fuente de murmuraciones entre los señores era una mancha en su impoluta reputación, una arruga en el tejido de su autoridad. Avanzó por el césped con la determinación de un general inspeccionando una trinchera perdida. Su vestido de un color burdeos severo no se manchó con el barro; parecía repeler la suciedad del mundo con la misma eficacia con la que ella repelía los sentimientos. Se detuvo a una distancia prudente de Ángela, observándola con una mezcla de desdén y exasperación. La imagen de su hija, temblando bajo una delgada manta, con los labios agrietados y el cabello apelmazado por la humedad, no despertó en ella ni una pizca de ternura maternal. “Solo veo la obstinación, la insensatez, el desafío. ¿Has terminado ya con esta patética comedia?” La voz de Leocadia fue un látigo de hielo cortando el aire febril que rodeaba a Ángela.

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Ángela levantó la cabeza con un esfuerzo titánico. Sus ojos buscaron los de su madre, suplicando un atisbo de comprensión que sabía que nunca llegaría. “No es una comedia, madre,” susurró, su voz apenas un graznido ronco. “Es mi vida, la única que tengo y no permitiré que la encierres de nuevo en esa jaula dorada de Zúrich.” “Tu vida,” Leocadia soltó una risa seca, desprovista de alegría. “Tu vida es la que yo te he dado. Una vida de privilegios, de oportunidades que malgastas con estos berrinches infantiles. Zúrich, jaula, es tu salvación, un lugar donde tu naturaleza impetuosa puede ser contenida y moldeada en algo útil, algo respetable.” “No quiero ser útil para ti. No quiero ser respetable según tus normas,” replicó Ángela, un destello de su antiguo fuego reavivándose en sus mejillas febriles. “Quiero ser libre. ¿Es tan difícil de entender?” “Es imposible de aceptar,” sentenció Leocadia, su rostro una máscara de granito. “Volverás a Zúrich. Si no es por tu propio pie, será por la fuerza. Esta protesta tuya solo te está debilitando, te está matando. Y si crees que tu muerte me hará cambiar de opinión, te equivocas. Solo me causaría el inconveniente de tener que organizar un funeral.” La crueldad de las palabras fue como una bofetada física. Ángela se encogió. El temblor que la sacudía ahora no solo era producto de la fiebre, sino del profundo y abismal dolor del rechazo. Se sentía como una niña pequeña, perdida y aterrada ante la figura implacable que la había traído al mundo.

Fue en ese preciso instante cuando Lorenzo, que había observado la escena desde la distancia con el interés de un entomólogo estudiando a dos insectos enzarzados, decidió intervenir. Se acercó con su caminar sigiloso, una sonrisa apenas perceptible jugando en sus labios. Siempre disfrutaba del drama ajeno, especialmente cuando podía avivarlo para su propio beneficio. “Leocadia, querida,” dijo con un tono meloso que contrastaba grotescamente con la tensión del momento. “Quizás la confrontación directa no sea la estrategia más eficiente.” Leocadia se volvió hacia él con el ceño fruncido. No le gustaban las interrupciones, pero respetaba la astucia de Lorenzo. Era un hombre que entendía el poder y cómo ejercerlo desde las sombras. “¿Y qué sugieres, Lorenzo? ¿Que la deje aquí hasta que se pudra?” Lorenzo se inclinó acercando su boca al oído de Leocadia, su aliento cálido, una confidencia venenosa. El susurro fue tan bajo que ni Ángela, a pocos metros, ni un jardinero curioso que se escondía tras unos setos pudieron escucharlo. “Hay formas más contundentes de sojuzgar la rebeldía,” murmuró Lorenzo, paladeando cada palabra. “Formas que no requieren fuerza física, sino que quiebran el espíritu. Si ella se niega a comportarse como una dama cuerda y obediente, quizás debamos ayudar al mundo a verla como lo que parece ser. Una joven inestable, delirante, incapaz de tomar decisiones por sí misma. Un diagnóstico médico adecuado, un par de testimonios del servicio sobre su comportamiento errático, y la ley estaría de tu parte para enviarla no solo a Zúrich, sino a un sanatorio donde su libertad sería la distancia entre cuatro paredes acolchadas. Nadie cuestionaría a una madre preocupada que busca lo mejor para la salud mental de su pobre e inestable hija.”

La Promesa', avance del capítulo del lunes 17 de marzo de 2025 en TVE

La sugerencia se deslizó en la mente de Leocadia como una serpiente fría y letal. Al principio, una sombra de duda cruzó su rostro. Era un plan macabro, incluso para ella. Pero la idea de una victoria total, de una subyugación absoluta de la voluntad de Ángela, era demasiado tentadora. La mirada que le devolvió a Lorenzo ya no era de duda, sino de connivencia. Una alianza oscura se selló en ese silencio bajo la mirada febril e inconsciente de su víctima. Lorenzo sonrió. Había plantado la semilla. Ahora solo tenía que esperar a que germinara en el terreno fértil de la crueldad de Leocadia.

Energizada por esta nueva y terrible estrategia, Leocadia sintió que su atención no debía centrarse más en la figura patética de su hija. El verdadero poder no se demostraba doblegando a un individuo, sino controlando la narrativa de toda la familia. Con una claridad mental que la sorprendió, se dirigió al interior del palacio, dejando a Ángela a su suerte en el jardín. Buscó a Lisandro, el joven conde al que manejaba como a una marioneta. Lo encontró en la biblioteca intentando poner orden en unos libros de cuentas que no entendía. “Lisandro, querido,” dijo Leocadia, su voz ahora un torrente de entusiasmo artificial. “He estado pensando, el ambiente en La Promesa está enrarecido. Demasiadas preocupaciones, demasiados susurros en las esquinas. Necesitamos un revulsivo.” Lisandro la miró confundido. “¿Un revulsivo? Leocadia, tu hija está enferma en el jardín. Rómulo parece que nos abandona. No creo que sea momento para…” “Precisamente por eso,” lo interrumpió ella, sus ojos brillando con una intensidad febril. “Es el momento perfecto para reafirmar quiénes somos, para demostrar que los Luján no se doblegan ante las adversidades. Vamos a organizar una gran fiesta, un festejo por todo lo alto. Invitaremos a las familias más importantes. Habrá música, baile, la mejor comida y el mejor vino. Será una noche para recordar, una noche que le demostrará a todo el mundo que en esta casa reina la alegría y el orden bajo mí, bajo nuestro dominio.” Lisandro se quedó boquiabierto. La disonancia entre la tragedia que se desarrollaba en los jardines y la propuesta de una celebración fastuosa era tan grande que le provocó un vértigo moral. “Pero Ángela…” “Ángela estará en su habitación para entonces recuperándose,” dijo Leocadia con una finalidad que no admitía réplica. “O se encargará el médico de que así sea. Ahora ve y empieza a dar las órdenes. Quiero que esta fiesta sea el evento de la temporada.” Vencido, Lisandro asintió. Se sentía un cómplice impotente en un teatro del absurdo dirigido por una mujer cuya ambición parecía no conocer límites ni escrúpulos.

Mientras Leocadia planeaba su fiesta para distraer y dominar, la semilla de otra crisis ya estaba germinando en el corazón del servicio. Los rumores sobre la partida de Rómulo habían corrido como la pólvora por los pasillos de servicio, susurrados entre barreños de agua caliente y el pulido de la plata. Eran rumores que Alonso, el marqués de Luján, se había negado a creer. Rómulo no era solo su mayordomo, era una institución, una columna vertebral que había mantenido la casa en pie a través de crisis económicas, escándalos familiares y el inexorable paso del tiempo. Perderlo era como perder una parte del propio palacio. Alarmado, Alonso lo mandó llamar a su despacho. No utilizó intermediarios. Fue él mismo a la puerta y le pidió que entrara. Un gesto que denotaba la gravedad del asunto. Rómulo entró con su porte digno de siempre, pero Alonso, que lo conocía mejor que nadie, vio la fatiga en sus ojos, el peso de una decisión ya tomada en la forma en que sus hombros se hundían ligeramente.

“Rómulo,” comenzó Alonso yendo directo al grano, su voz teñida de una preocupación genuina. “He oído, he oído cosas, murmullos. Se dice que tienes la intención de abandonar el servicio. De dejar La Promesa.” El marqués esperaba una negativa, una risa quizás. La habitual seguridad de Rómulo desmintiendo un chisme infundado. Pero el mayordomo no rió. Mantuvo la mirada de Alonso, y en ese silencio prolongado, el marqués encontró su respuesta. “No puedo ocultarlo más, señor Marqués,” dijo Rómulo finalmente, su voz grave y teñida de una tristeza profunda. “Es cierto, mi tiempo en La Promesa ha llegado a su fin.” Alonso se recostó en su silla, sintiendo como si le hubieran quitado el aire de los pulmones. La confirmación fue más dura de lo que había anticipado. “¿Pero por qué?”, preguntó, su tono a medio camino entre la orden y la súplica. “¿Es por el dinero? Si es por eso, sabes que siempre…” “No, señor, no es por el dinero,” le atajó Rómulo con respeto. “Usted y su familia siempre han sido justos conmigo, más de lo que merecía.” “¿Entonces qué es? ¿He hecho algo? ¿Te ha ofendido alguien de mi familia? Si es por Leocadia y sus aires de grandeza, hablaré con ella. Pondré orden. No puedes irte, Rómulo. Eres… eres…” Una sonrisa melancólica se dibujó en el rostro del mayordomo. “Usted no ha hecho nada, señor, al contrario, servirle ha sido el mayor honor de mi vida. Pero hay ciclos que se cierran, caminos que llegan a su fin. Un hombre debe saber cuándo es el momento de hacerse a un lado.”

¿Logrará Alonso convencer a Rómulo de quedarse, o La Promesa perderá a uno de sus pilares fundamentales en este torbellino de intrigas y revelaciones?

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