La Promesa: Ángela regresa y desenmascara a Jacobo

Cuando todo parecía sumergirse en una calma tensa en La Promesa, un regreso inesperado desencadena una tormenta imparable. Ángela, a quien creían estudiando en Suiza, ha vuelto en secreto, portando consigo una verdad devastadora: ha descubierto una compleja red de chantajes, oscuros secretos familiares y un intento de asesinato encubierto con una pulsera envenenada. La Promesa está a punto de enfrentar su peor pesadilla.

La Calma Engañosa Antes del Estallido ⏳

El sol de la mañana se derramaba sobre los campos de La Promesa, cubriendo las fracturas cada vez más profundas en los cimientos de la finca y la familia Luján con una pátina dorada. Era una belleza engañosa, una paz frágil que se tensaba como la cuerda de un violín a punto de romperse. Dentro del palacio, el aire era espeso, cargado con el peso de secretos no dichos y planes a punto de colisionar.

Leocadia, con una rigidez en la espalda que delataba su furia contenida, observaba desde la galería superior. Sus ojos, dos esquirlas de hielo, seguían la figura de Lisandro, el Duque de Carvajal y Cifuentes, que paseaba por el jardín con Adriano y Catalina. La risa forzada de Catalina resonaba para ella como una bofetada. El regalo del Duque, ese título nobiliario gestionado para la pareja, no era un gesto de generosidad. Leocadia lo sabía: era una jugada de poder, una declaración de intenciones. Lisandro estaba moviendo sus piezas en el tablero y, en su estrategia, ella, Leocadia, no era más que un peón prescindible. Su plan, tan meticulosamente urdido, se tambaleaba. La partida de Ángela a Zúrich había sido una victoria pírrica. Mientras la veía alejarse, una parte de ella sintió el alivio de quitar un obstáculo, pero otra voz diminuta y helada en su interior le susurró que subestimar a su propia hija era un error que podía costarle caro. Leocadia descartó el pensamiento; Ángela era joven, idealista y ahora estaba lejos. El tablero era suyo para controlarlo, o eso creía.

Abajo, en el jardín, la conversación era un campo de minas. “¿Un ducado para nosotros?”, murmuró Catalina, sus dedos jugueteando con el broche de su vestido. “Es abrumador, Lisandro. No sabemos qué decir.” Adriano, a su lado, mantenía una expresión impenetrable. “Es un honor que no creemos merecer. Nuestra vida está aquí, en el campo, en la gestión de La Promesa. Los títulos pertenecen a otra época, a otro mundo.” Lisandro sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos calculadores. “Precisamente, mi querido Adriano, los tiempos cambian y con ellos las herramientas del poder. Un título no es solo un adorno, es una llave. Abre puertas en Madrid. Silencia a los detractores. Otorga un peso a vuestra palabra que el dinero por sí solo no puede comprar. Consíderalo una armadura para el futuro que estáis construyendo.” La lógica era impecable, pero el instinto de Catalina gritaba. Sentía la presencia de Leocadia como un frío en la nuca y la generosidad de Lisandro le parecía tan cálida y acogedora como el abrazo de una serpiente.

La conversación fue interrumpida por la llegada de Jacobo, cuyo rostro era una máscara de resentimiento. “¿He oído bien? ¿Estáis pensando en rechazarlo?” Su voz era un siseo. “¿Tenéis idea de lo que un título así significa? El respeto, la influencia. Mientras yo lucho por encontrar mi lugar aquí, vosotros desecháis un regalo que os colocaría en la cima. Es un insulto, un insulto a él y un insulto a la inteligencia.” Adriano se enfrentó a él, su paciencia agotándose. “Jacobo, esto no te concierne. Es una decisión entre Catalina y yo.” “Claro que me concierne”, replicó Jacobo. “Todo lo que afecta al estatus de esta familia me concierne. Vuestra debilidad nos hace vulnerables a todos.” Lisandro observó el intercambio con un interés casi clínico; la discordia era su aliada.

Mientras tanto, en la zona del servicio, la atmósfera no era menos densa. Manuel, recién llegado de su paseo matutino, buscó a Simona en la cocina. “He firmado la carta”, dijo en voz baja, mostrándole el sobre sellado. “La venta de los motores está hecha. Es lo mejor para La Promesa.” Simona asintió. “Y para ti, Manuel, es lo mejor para tu alma.” Manuel se apoyó en la mesa. “Estuve en el cementerio, Simona. Hablé con ella, bueno, con su recuerdo, le conté todo sobre los motores, sobre mis miedos, sobre cómo la echo de menos. Fue liberador. Sentí como si por un momento me entendiera, como si me diera su bendición.” “El amor verdadero nunca muere, señorito”, dijo Simona. “Solo se transforma. Yana te escucha donde quiera que esté, no lo dudes.” Esa pequeña conversación fue un ancla para Manuel, un recordatorio de lo que era real en medio de la creciente farsa de intrigas palaciegas.

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A pocos metros, en el lavadero, María Fernández no se rendía. Sujetaba una de las cartas anónimas que habían incriminado al padre Samuel, estudiándola como si el papel pudiera confesar. “Tiene que haber algo”, murmuraba. “¿Quién hizo esto está aquí entre nosotros? Respira el mismo aire y no descansaré hasta que confiese y limpie el nombre de un hombre inocente.” Su fervor era una llama brillante en la oscuridad, una que algunos encontraban inspiradora y otros peligrosa.

En un rincón discreto del patio, Rómulo y Emilia compartían un momento robado. Sus manos se rozaron, un contacto eléctrico y prohibido. “¿Estás seguro, Rómulo?”, susurró Emilia. “¿Dejarlo todo? La Promesa ha sido tu vida.” “Tú eres mi vida ahora, Emilia”, respondió Rómulo. “Este lugar se está pudriendo desde dentro. Las mentiras, las ambiciones, nos ahogarán si nos quedamos. Nos iremos juntos en silencio. Nadie debe saberlo hasta que estemos lejos. Prométemelo.” “Te lo prometo”, dijo ella, sellando el pacto con una mirada que valía más que cualquier juramento.


La Conspiración Mortal: La Pulsera Envenenada y el Regreso a la Joyería Yob 🕵️‍♀️

Pero el epicentro del terremoto inminente se encontraba en el despacho de los señores. Allí, Curro, Pía y Lópeze se reunieron en secreto. Sobre la mesa de caoba pulida, el elegante estuche de la pulsera yacía abierto e inocente. Pero ellos sabían lo que había contenido en su doble fondo. “Cianuro“, dijo Pía, la palabra sonando obscena. “Suficiente para matar a un caballo. Quienquiera que encargara esto no quería asustar a nadie. Quería asesinar.” Curro apretaba los puños, su mente repasaba una y otra vez la secuencia de los hechos: el regalo anónimo, la extraña ligereza del estuche, su decisión de no entregárselo a Catalina por pura intuición. Una intuición que le había salvado la vida. ¿Pero a quién? ¿A Catalina, a Adriano, a ambos?

Lópeze, siempre práctico, señaló el estuche. “Solo hay una forma de averiguarlo. Volver a la joyería Yob. El joyero nos mintió; dijo que era un encargo normal. Pero un hombre no crea un compartimento secreto para veneno sin hacer preguntas, a menos que le paguen muy bien para que mantenga la boca cerrada.” “Es peligroso”, advirtió Pía. “Si se dan cuenta de que estamos investigando, podríamos ser los siguientes en la lista.” “El peligro es quedarnos aquí sin hacer nada, esperando a que el asesino vuelva a intentarlo”, replicó Curro con determinación. “Volveremos a esa joyería y esta vez el señor Job nos contará toda la verdad. ¿Quién encargó la pulsera? ¿A quién se la entregó? ¿Y por qué un regalo de celebración contenía una sentencia de muerte?” El plan estaba trazado. Una segunda visita que podría desentrañar el enigma o apretar el nudo corredizo alrededor de sus propios cuellos. No lo sabían, pero su decisión ya había hecho sonar una campana que resonaba en los pasillos más oscuros de La Promesa, despertando a los monstruos que dormían tras sonrisas amables y gestos corteses. El destino de todos pendía de lo que descubrirían en la joyería Yob.

Ángela Figueroa, La Promesa: ¿Romance con Curro y un misterio?


El Hilo de Ariadna: La Misión en la Joyería Yob 💎

El viaje a la ciudad fue un ejercicio de tensión contenida. Curro, Pía y Lópeze viajaban en un carruaje alquilado, una precaución necesaria para no levantar sospechas. Cada uno estaba perdido en sus pensamientos, ensayando mentalmente el papel que debían desempeñar. No eran nobles en una excursión de compras, eran conspiradores marchando hacia el corazón del peligro.

“Recordad el plan”, dijo Curro, su voz apenas un susurro por encima del traqueteo de las ruedas. “Lópeze, tú y yo entraremos primero. Mostraremos interés en unos gemelos, algo creíble. Pía, entrarás unos minutos después como si no nos conocieras. Finge buscar un regalo para una amiga. Necesitamos sus ojos. Ella ve detalles que nosotros pasamos por alto.” Pía asintió. “Observaré al joyero, sus manos, su mirada, si hay alguien más en la trastienda, buscaré el libro de encargos.” Lópeze se ajustó la corbata. “Yo puedo hablar de metales, de la pureza de la plata. Quizás pueda distraerlo, llevar la conversación hacia la artesanía y la dificultad de ciertos trabajos, como los compartimentos secretos.”

La ciudad los recibió con su bullicio habitual, un caos de sonidos y olores que contrastaba con la quietud opresiva de La Promesa. La joyería Yob era exactamente como la recordaban: una fachada discreta y elegante en una calle concurrida, un escaparate de lujo que ocultaba secretos mortales. Al entrar, la campanilla sobre la puerta anunció su llegada con un tintineo que les pareció ensordecedor.

El señor Job, un hombre menudo con gafas de montura dorada y un aire de perpetua ansiedad, levantó la vista de su lupa de joyero. Un destello de reconocimiento, rápidamente sofocado, cruzó su rostro al ver a Curro. “Buenos días, caballeros. ¿En qué puedo servirles?” Su voz era aceitosa, profesional. “Buenos días”, respondió Curro, acercándose al mostrador de cristal. “Estuvimos aquí hace unas semanas. Mi amigo quedó prendado de unos gemelos de plata con iniciales. Nos gustaría verlos de nuevo.” Mientras Job sacaba una bandeja de terciopelo negro, Lópeze inició su parte del plan. “La artesanía de esta tienda es exquisita. Mi padre era orfebre y sé reconocer un trabajo de calidad. El pulido, el engaste, todo perfecto. Debe ser un desafío mantener este nivel en piezas más complejas.” El joyero se hinchó ligeramente el pecho, halagado. “Nos enorgullecemos de nuestra tradición. No hay encargo, por difícil que sea, que no podamos realizar.” En ese momento, la campanilla volvió a sonar. Pía entró. Su expresión, la de una dama aburrida en una tarde de compras. Saludó con una leve inclinación de cabeza.

Pero nada los preparará para la verdad que está a punto de ser revelada. Jacobo, consumido por el resentimiento, ha manipulado a todos desde las sombras. Una cena de celebración se convertirá en un juicio público donde las máscaras caerán, las cartas hablarán y la confesión más devastadora sacudirá hasta los cimientos del palacio. ¿Quién saldrá redimido? ¿Quién será destruido? ¿Y qué precio tiene realmente la verdad? Un relato de intrigas, redención y una batalla entre el amor y la ambición, donde cada personaje debe enfrentarse a sus propios demonios. La Promesa ya no será la misma, y tú tampoco, después de presenciar esta historia.

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