El viernes 13 amaneció con un sol engañoso sobre La Promesa, pues dentro del palacio, cada rincón susurraba traiciones, culpas y decisiones imposibles. La red de secretos y tormentos está a punto de explotar, ¡y las repercusiones serán devastadoras!
La penitencia de María Fernández: Una verdad que quema
Para María Fernández, la noche anterior no fue de descanso, sino de vigilia y penitencia. La verdad sobre la excomunión de Samuel, revelada por el Padre Damián, le ha caído como una losa. ¡No fue Petra! La cruel manipulación que llevó a un hombre a ser apartado de su fe en sus últimos momentos de vida no fue obra de la adusta ama de llaves. El remordimiento la consume. Había señalado a Petra, la había condenado y ejecutado en el tribunal de la opinión pública del servicio, ¡y su veredicto había sido una mentira!
Con las primeras luces del alba, María toma una decisión trascendental: no puede vivir con esa carga. Necesita reparar el daño. Busca al Padre Damián en la capilla, con el alma rota y el rostro pálido. “Llevo un peso en el alma que no me deja respirar”, le confiesa. Le suplica al sacerdote que revele la verdad a todos: a Lópeze, a Pía, a Rómulo, a todos los que escucharon sus acusaciones y que ahora culpan a Petra por su culpa. “Solo su palabra puede deshacer el entuerto. Usted es un hombre de Dios. A usted le creerán sin duda”, implora María.
El Padre Damián, tras un largo silencio, asiente. “A veces la justicia divina necesita un pequeño empujón terrenal. Hablaré con tus compañeros. Reuniré a los afectados y les explicaré con la debida discreción que sus sospechas sobre Petra Arcos son infundadas. Lo haré por la memoria de Samuel, por la reputación de Petra y por la paz de tu alma.” Un sollozo de alivio escapa de los labios de María. La primera piedra de su penitencia ha sido colocada. Ahora solo queda esperar a que la verdad por fin florezca en el yermo campo del rencor.
La promesa de venganza: Manuel y Curro frente a la tumba de Yana
Mientras María Fernández lucha con los fantasmas de su conciencia, otros fantasmas, más literales y dolorosos, atormentan a Manuel de Luján. El mundo se ha vuelto gris desde la confirmación de la muerte de Yana. Cada risa en el palacio es una disonancia, cada rayo de sol una ofensa. Manuel vive en una niebla de apatía, su corazón un páramo helado.
Esa mañana, la necesidad se vuelve insoportable. Necesita ir, ver la tierra que la cubre, el lugar físico donde descansa el cuerpo que albergó el alma que él tanto amaba. Pide un caballo, el viaje requiere la lentitud y la cadencia de un animal, un ritmo que acompañe el pesado latido de su duelo. Mientras se dirige a las caballerizas, Curro, su hermano, lo detiene. “Manuel, ¿a dónde vas con tanta prisa?”
Curro, madurado a golpe de dolor desde la muerte de Eugenia, percibe la devastación en el rostro de Manuel. “¿Un paseo o una visita?”, pregunta con una comprensión que desarma a Manuel. “Voy al cementerio”, admite Manuel con voz ronca, “Voy a ver la tumba de Yana”. Curro asiente. “Espera un momento. Voy contigo.” La sencillez y la sinceridad de la oferta conmueven a Manuel. Durante días se ha sentido como una isla, y ahora su hermano le tiende un puente.
El viaje al cementerio es silencioso, un consuelo tácito, un reconocimiento de que ambos han perdido a alguien fundamental y que ese dolor compartido los une más que nunca. Llegan al pequeño cementerio del pueblo. Manuel localiza la tumba con una facilidad que le desgarra el alma: una simple lápida con el nombre “Yana Expósito”. Se arrodilla, trazando las letras de su nombre con la punta de los dedos. El torrente de emociones que había mantenido a raya amenaza con desbordarse: amor, rabia, impotencia, culpa. “Lo siento”, murmura a la lápida, “Lo siento tanto, Yana, te fallé. Te dejé sola.”
Las lágrimas ruedan por sus mejillas. Curro se acerca, posando una mano firme en su hombro. “No te fallaste, Manuel. Luchaste por ella como pudiste. Las circunstancias, el mundo en que vivimos, a veces es más fuerte que nosotros.” Manuel, atormentado por el “y si…”, confiesa: “Debía haberla sacado de allí. Debimos haber huido al fin del mundo si era necesario. Nada más importaba.” El peso de la culpa es insoportable.
Pero el dolor de Curro también es un fuego que arde. Armado de dolor y sospechas, está dispuesto a jugarse la vida para probar que un broche con aroma a almendras guarda la llave de un asesinato. ¿Aceptarán Pía y Lóe participar en su temeraria locura de venganza?
Un regalo monstruoso: Adriano, el Duque Lisandro y un destino cruel
Mientras tanto, la intriga se cierne sobre el joven Adriano, invitado del temible Duque Lisandro. El esperado “regalo” del Duque finalmente llega, y lo que descubre Adriano no es oro ni poder, ¡sino una joven mujer convertida en moneda de pago! Un alma entregada como trofeo de guerra entre familias enemigas, un acto atroz que revela la verdadera naturaleza de Lisandro.
Este “regalo monstruoso” es una afrenta, una demostración de poder que ignora la humanidad y la libertad de una persona. ¿Cómo reaccionará Adriano ante esta cruel imposición? ¿Será capaz de proteger a esta joven de un destino tan oscuro? El amor prohibido, la justicia corrompida y las decisiones que marcarán destinos se entrelazan en esta trama.
Amores en la cuerda floja: Emilia, Rómulo y la sentencia de Ángela
En medio de todo este caos, la vida sigue su curso en las cocinas, donde el romance entre Emilia y Rómulo florece tímidamente, un pequeño rayo de esperanza en la oscuridad. Sin embargo, en el jardín, Ángela recibe la sentencia que podría arrancarla de Curro para siempre. Su madre, Leocadia, ha decidido enviarla de vuelta a Zúrich, y en sus planes, ¡no hay lugar para el amor! ¿Podrá Curro, ya consumido por su propia sed de venganza, luchar también por el amor de Ángela?
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para corregir una injusticia, proteger al ser amado o descubrir la verdad? Este episodio de “La Promesa” te romperá el alma y te dejará sin aliento. La balanza entre el bien y el mal se inclina peligrosamente, y los secretos y pecados del pasado amenazan con engullir a todos.