En las sombrías paredes del palacio Luján, donde cada gesto oculta un posible secreto y donde la lealtad se confunde con la ambición, un simple regalo marcará el inicio de una revelación que podría destruir para siempre la fachada del honorable duque Lisandro. Todo comienza con una gran caja llegada sin previo aviso, colocada en la entrada del palacio, adornada con un lacre impecable y una nota firmada por el propio Lisandro. Dentro, objetos de gran valor: cubiertos antiguos con el escudo de los Luján, piezas de plata restauradas y vestimenta ceremonial que parece querer honrar una unión que él nunca aprobó: la de Catalina y Adriano.
Catalina, con la seda aún entre los dedos, intenta ver buena voluntad en el gesto. “Tal vez es una muestra de reconciliación”, susurra con esperanza. Pero Adriano, con la mirada endurecida, no se deja engañar: “No es un regalo, es una advertencia envuelta en papel de lujo”. Él no olvida que Lisandro siempre ha despreciado su origen humilde, que jamás aceptó que la hija del marqués se enamorara de alguien sin título ni linaje. Para él, ese regalo no es más que una táctica calculada.
Con el pasar de los días, las sospechas de Adriano se intensifican. Observa a Lisandro con más atención, y nota que comienza a frecuentar más el palacio, a hablar con los criados, a mostrar un afecto inusual hacia los gemelos. Un gesto en apariencia inocente —acariciar la cabeza de uno de los niños— desata en Adriano una inquietud visceral. “No puedo ignorarlo más”, le dice a Catalina una noche, mientras el viento frío entra por la ventana entreabierta. “Este hombre no está cambiando. Está acercándose para atacar desde dentro”.
Catalina, aunque reticente, comienza a considerar la posibilidad. Consulta con Pía, buscando una mirada más imparcial. “¿Crees que Lisandro sería capaz de dañar a sus propios nietos?”, pregunta. La respuesta de Pía es tan helada como certera: “Lisandro es capaz de cualquier cosa que lo beneficie”.
Entonces Catalina y Adriano deciden actuar. Ella fingirá aceptar la “tregua” ofrecida con aquel regalo, agradeciendo al duque en la cena ante todos los presentes. Lisandro, satisfecho, brinda con una sonrisa que no llega a sus ojos. “Me alegra ver que aún queda nobleza en esta casa”, declara con tono calculado. Pero Adriano siente en las entrañas que esa nobleza no es más que una máscara.
Catalina, más tarde, se le acerca y admite en voz baja: “Tenías razón. No nos está regalando nada, está comprando su derecho a actuar. Y vamos a averiguar qué planea”.
La oportunidad llega un día de cielo gris. Adriano, al salir de la biblioteca con libros antiguos bajo el brazo, decide atravesar el ala este del palacio. Un grito ahogado le detiene. Se oculta tras una columna y escucha con atención lo que ocurre en el salón de los espejos. La escena que presencia le hiela la sangre.
Curro enfrenta a Lisandro. El joven, con los puños cerrados y la voz temblorosa de rabia, desafía al duque. Lisandro, con una copa de coñac en mano y su habitual aire de superioridad, lo insulta sin piedad: “¿Tú, un bastardo del servicio, crees que vales algo en esta casa?”. Pero Curro no se amedrenta. “Llámeme como quiera. Nunca me ha intimidado y no voy a bajar la cabeza ahora”. Lisandro se le acerca con sonrisa venenosa: “No eres más que un error que aún puedo corregir”.
La tensión se eleva cuando Curro, sin retroceder, lanza una acusación envenenada: “¿Está admitiendo lo que le hizo a Eugenia?”. Lisandro no lo niega. Insinúa. Amenaza. “Si sigues provocándome, acabarás igual. Y esta vez nadie te echará de menos”.
Adriano, oculto, apenas puede contenerse. Aprieta los libros con tanta fuerza que uno de ellos se rompe. En ese instante, entiende que Lisandro no es solo un hombre lleno de prejuicios. Es un monstruo capaz de repetir las mismas crueldades, de destruir a quienes se interponen en su camino. Esa conversación lo cambia todo.
Esa misma noche, Adriano revisa con detalle el contenido del regalo. Examina los escudos, la inscripción, los grabados. Entonces lo ve. Un símbolo en el reverso de una de las cucharas, un detalle que pasa desapercibido para cualquiera… excepto para alguien como él. Es un emblema falsificado. Una insignia que no corresponde al linaje de los Luján, sino a una familia noble caída en desgracia hace décadas.
Adriano comprende entonces el golpe maestro: Lisandro nunca fue duque. Toda su autoridad, su linaje, su título… es una mentira construida sobre documentos falsos, alianzas manipuladas y amenazas. Su verdadero apellido está manchado por un escándalo silenciado, por un pasado enterrado. Pero ahora, Adriano lo ha desenterrado.
Al día siguiente, con esa prueba en la mano, Adriano se dirige a Manuel. “No puedo callar más. Ese hombre ha construido su poder sobre una farsa. Y si no lo detenemos ahora, se llevará por delante a nuestros hijos, a tu familia, a todos”.
Mientras tanto, Catalina prepara el terreno. Habla con el notario, indaga en los registros antiguos, rastrea los contactos que alguna vez se doblegaron ante Lisandro. La red comienza a deshacerse hilo por hilo. Lo que parecía un gesto de reconciliación se transforma en la punta de lanza de una guerra silenciosa, de un enfrentamiento donde la verdad será el arma más letal.
Y en el corazón de esa batalla están ellos dos: Adriano y Catalina, más unidos que nunca, decididos a derribar al hombre que durante años se hizo llamar Duque… y que ahora, por fin, será desenmascarado.