“Dais asco.”
— Leocadia, desde el trono imaginario de su propia tiranía.
Ya no se oculta, ya no sonríe. La máscara de Leocadia de Figueroa ha caído, y debajo solo queda una figura helada, manipuladora y sin escrúpulos. Esta semana en La Promesa, su decadencia deja de ser un susurro para convertirse en estruendo. Porque una cosa es segura: la postiza ha cruzado una línea.
Todo comenzó con desprecios “menores”: humillar a Petra, desacreditar a Enora, y enterrar a Ricardo Pellicer en lo más profundo de la jerarquía del servicio. Su castigo más cruel no fue un grito, sino un gesto: traer a su propio mayordomo, Cristóbal Ballesteros, un hombre frío como el mármol, cuya disciplina militar despoja de humanidad al palacio.
Leocadia lo controla todo: las bodas, los presupuestos, los contratos de trabajo… incluso el alma de su propia hija. Porque lo que ha hecho con Ángela no tiene nombre. Su obsesión por borrarla del mapa raya en la crueldad. Intentó enviarla a Suiza como si fuese una molestia, una nota al pie de su ascenso social. Pero Ángela ha cambiado. Ya no obedece. Y eso, para la postiza, es un insulto imperdonable.
Lo que Leocadia no esperaba es que los frentes se multiplicaran. Por un lado, Catalina, que ya no guarda silencio, la enfrenta de forma directa, con palabras que atraviesan como espadas. Por otro, Lorenzo, su propio hijo, la desarma con desprecio: “Tal vez si hubieras educado y no comprado, no estaríamos en esta situación.” Es la ruptura definitiva. Ya no es reina de nada. Ni siquiera de su propio linaje.
Cristóbal, el ejecutor, avanza implacable. Pero en su sombra se agita algo más: el miedo. Petra ya no duerme tranquila. El servicio ya no murmura, tiembla. Porque saben que la mano de Leocadia, a través de Cristóbal, puede aplastar a cualquiera. Y lo peor: ella cree que todo lo que hace es justo.
Pero su castillo de poder empieza a agrietarse.
Catalina le canta las cuarenta en plena mesa familiar. Petra empieza a ver a Cristóbal como amenaza directa. Ángela, guiada por su amor cada vez más fuerte por Curro, está a punto de rebelarse por completo. Y esa misma Ángela, la que antes obedecía en silencio, ahora es una tormenta que se avecina sobre la figura de su madre.
Y si eso no bastara, la alianza oscura entre Leocadia y su compinche, apodado el capitán garrapata, también se derrumba. Lo que planeaban juntos empieza a desmoronarse. Sus estrategias ya no funcionan. Sus alianzas ya no le responden. Esta semana serán enemigos. Y cuando dos villanos se enfrentan, el resultado es siempre explosivo.
En medio de todo esto, Manuel observa. Y también él está listo para decir basta. Ya no es aquel joven manipulable que Leocadia despreciaba en susurros. Ha recuperado poder, documentos… y dignidad. Y cuando los enemigos están debilitados, los justos dan el golpe final.
El problema es que Leocadia aún no se rinde. Como loba herida, es más peligrosa que nunca. ¿Buscará nuevas alianzas con Lorenzo? ¿Manipulará a Enora, o se enfrentará directamente a Curro? Ya lo vimos antes: cuando alguien se interpone en su camino, termina envenenado, exiliado… o muerto.
Y mientras tanto, el palacio se tensa como un alambre: los silencios son más densos, las miradas más afiladas, las cenas más frías. Porque todos saben que algo se acerca. Que cuando una reina falsa pierde su trono, puede incendiar todo lo que la rodea.
¿Quién será el primero en caer?
¿Y cuánto más resistirá La Promesa bajo el peso del imperio de una mujer que ya no tiene vergüenza?