“Jana interrumpe el matrimonio de Catalina y Adriano para anunciar su regreso”. La Promesa se prepara para un capítulo que quedará grabado en su historia, un evento que, a pesar de la voluntad de Alonso, Catalina decide llevar a cabo en secreto, desatando una cascada de eventos inesperados que culminarán con un regreso triunfal del pasado, portador de un secreto capaz de cambiarlo todo.
En un gesto impulsivo y cargado de firmeza, Catalina atraviesa las puertas de la oficina de Alonso con la mirada encendida y los pasos decididos. El marqués, sentado detrás de su imponente escritorio, levanta la vista, sintiendo a su hija cerrar la puerta de golpe. “Debemos hablar”, anuncia ella sin esperar permiso. Alonso suspira, anticipando el inminente enfrentamiento. “Si es por esa absurdidad de casarte con Adriano, ya te he dicho lo que pienso”, dice con fastidio. Catalina levanta el mentón con altivez. “Tendrás que oírlo de nuevo porque me casaré con él, lo aceptes o no. No me importa lo que pienses tú o cualquiera en este palacio.” El marqués, sorprendido por la osadía, cierra lentamente la carpeta que tiene delante. “¿Me estás desafiando dentro de mi casa?” “No es una desafío, es una decisión”, responde ella. “Estoy harta de verte doblegarte a los caprichos de Leocadia, de fingir que esta casa es nuestra cuando claramente ya la has entregado en bandeja de plata a esa mujer.” La acusación es como un bofetón. Alonso se levanta de golpe, con la voz ahora dura como piedra. “Estás siendo ingrata e impulsiva. Leocadia nos ha ayudado en momentos difíciles. Ha sido un apoyo importante.” Catalina lanza una risa amarga. “Ah, claro. Apoyo económico. Porque de eso se trata, ¿verdad? Dinero. La defiendes solo porque la necesitas, ¿y ahora quieres decidir con quién puedo casarme? Padre, nunca pensé que un hombre como tú se vendería tan barato.” Las palabras resuenan en la habitación como golpes secos. Alonso palidece, luego aprieta los puños, intentando no dejarse dominar por la cólera. “No te permito que me hables de esa manera. Siempre he sido el jefe de esta familia y seguiré siéndolo mientras tenga aliento en los pulmones.” “Ser jefe no te da el derecho de decidir a quién debo amar”, le replica ella con un temblor en la voz. “Adriano me ha mostrado respeto, me escucha. Tú, en cambio, solo ves cálculos, alianzas, conveniencias, pero yo no soy una peón para sacrificar en tu tablero de ajedrez, padre.” “Adriano es un arribista”, sisea Alonso con las venas del cuello tensas. “Solo quiere nuestro nombre, nuestras tierras. Es astuto, lo sé. Pero tú, tú te estás dejando cegar. ¿No entiendes que te está usando?” “Prefiero ser usada por un hombre que al menos me mira a los ojos, antes que permanecer invisible para un padre que solo ve números y propiedades”, responde Catalina, su voz teñida de rabia y dolor. El silencio que sigue es denso, incandescente. Alonso da dos pasos hacia la ventana, dándole la espalda a su hija por unos segundos. Luego, sin volverse, dice: “Si eliges a Adriano, entonces olvídate de mi apoyo. Ni yo, ni esta casa, ni mi nombre te protegerán más.” Catalina cierra los ojos, mordiéndose el labio para no ceder a las lágrimas, pero cuando los reabre, su mirada es de hielo. “Entonces será sin protección que construiré una nueva vida. Ya no necesito tu aprobación, ¿y sabes qué? Quizás nunca la tuve.” Alonso se vuelve lentamente y, por primera vez, en sus ojos hay una chispa de duda, como si detrás de toda su severidad algo se hubiera inclinado. Pero no dice nada. Catalina se gira para irse, pero antes de cruzar el umbral, añade con voz cortante: “Te darás cuenta demasiado tarde de lo que has perdido, y entonces no habrá tiempo para los remordimientos.” Cuando la puerta se cierra a sus espaldas, Alonso permanece solo en el eco pesado de aquel confrontación. Su mirada se posa en un retrato de familia, ahora descolorido, colgado en la pared. Aquella mirada severa, segura, orgullosa, ahora parecía observar a un hombre diferente, un padre que acababa de perder a la única hija capaz de hacerle frente, y quizás la única que podría haberlo salvado de sí mismo.
Alonso da un paso adelante, los ojos centelleantes. “Basta, Catalina, estás yendo demasiado lejos. Soy tu padre y exijo respeto.” “El respeto se gana, no se compra, padre”, responde Catalina, acercándose a él y enfrentándolo. “Y usted perdió el mío en el momento en que permitió que Leocadia comandara en esta casa como si fuera la verdadera marquesa. Ahora veo quién es usted realmente, un hombre débil, manipulable, que se esconde detrás de las decisiones ajenas.” El marqués, rojo de furia, aprieta los puños. “Si continúas con esta insolencia, Catalina, soy capaz de echarte de este palacio. No te lo tomes a la ligera.” “Hágalo entonces”, dice ella con la voz gélida. “Y cuando lo haga, sabrá que ha perdido a la única hija que todavía luchaba por un poco de honor en esta familia.” Alonso, sin decir más, gira sobre sus talones y sale de la sala con pasos pesados, dejando a su hija sola, de pie, con la respiración agitada y el corazón acelerado. Antes de salir, dice a su espalda sin mirarla: “Si continúas con tus planes de casarte con Adriano, sucederán cosas muy feas.” Esas palabras, cargadas más de amenaza que de advertencia, golpean a Catalina como una cuchillada. Permanece inmóvil, con los ojos brillantes pero firmes. Dentro de ella, sin embargo, una profunda inquietud comienza a crecer. “Cosas muy feas”. ¿Qué quería decir realmente su padre? ¿Era solo rabia o había algo más oscuro detrás de esa frase?
En los días siguientes, la tensión en el palacio aumenta vertiginosamente. Catalina se siente observada, cada uno de sus pasos seguido, cada palabra sopesada. Leocadia, mientras tanto, camina por los pasillos con un aire más arrogante de lo habitual, como si supiera algo que los demás ignoran. Una noche, mientras Catalina escribe una carta para Adriano, siente pasos ligeros detrás de la puerta. Al abrirla de golpe, solo encuentra una sombra que desaparece en la esquina del pasillo. Con el corazón en la garganta, cierra la puerta y se acerca a la ventana. Desde allí, observa una figura en el patio, un hombre con el rostro parcialmente cubierto que habla en voz baja con Burdina, el jefe de seguridad del marqués. Al día siguiente, Adriano no se presenta a la cita secreta acordada en los jardines antiguos. Catalina espera horas en vano. Cuando regresa furiosa a casa, descubre que el mensajero que debía entregar su carta nunca llegó a destino. Es entonces cuando comprende: alguien está saboteando cada uno de sus movimientos. Alguien, probablemente muy cercano a su padre, o incluso su padre mismo. Rómulo, quien observa todo desde la distancia, nota el creciente palidez en el rostro de Catalina y decide intervenir. “Señorita Catalina, perdone si hablo fuera de lugar, pero debe tener cuidado. Hay una atmósfera extraña, como si algo estuviera a punto de explotar.” Ella lo mira a los ojos por un largo instante. “Me están quitando todo, Rómulo. Y si no reacciono ahora, también me quitarán la libertad.” La noche siguiente, un billete se desliza por debajo de la puerta de su habitación, escrito con una caligrafía incierta: “No confíes en nadie, ni siquiera en tu propia sangre.” Catalina se desploma en la silla con el billete apretado entre los dedos. El aire de La Promesa se ha vuelto irrespirable. La guerra ya no es entre ella y su padre. Ahora es una lucha contra fuerzas invisibles, contra un sistema que busca apagarla. Y mientras la noche envuelve el palacio, una figura solitaria con un manto oscuro se aleja a caballo entre los árboles, llevando consigo un mensaje destinado a cambiarlo todo. La batalla acaba de comenzar.
La puerta se cierra con un estruendo y Catalina permanece inmóvil durante largos segundos. El silencio de aquella oficina nunca había sido tan ensordecedor, pero dentro de ella, la decisión solo se fortalece. Cueste lo que cueste, lo afrontará todo, incluso a su padre. Catalina permanece inmóvil en el centro de la oficina, mirando la madera tallada de la puerta recién cerrada, como si las palabras de Alonso aún resonaran en el aire. El corazón le late tan fuerte que siente un ligero mareo y, finalmente, las lágrimas caen silenciosas, cálidas, cargadas de dolor y decepción. Se apoya en el borde del escritorio, intentando recuperar el aliento entre sollozos contenidos. La puerta se abre lentamente minutos después y aparece Adriano. Sus ojos buscan los de ella con urgencia y ternura. “Catalina”, pregunta dulcemente. Ella no responde de inmediato, solo se gira hacia él con el rostro bañado en lágrimas y la mirada vulnerable como pocas veces la había tenido. Él se acerca y la abraza con fuerza, estrechándola contra su pecho. “Sabía que reaccionaría mal, pero no así, no de esta manera”, dice Catalina, negando con la cabeza, ahogada por la rabia. “Me ha amenazado. Adriano, ha dicho que si me casaba contigo, sucederían muchas cosas feas. ¿Puedes creerlo? ¡Mi padre!” La voz se le quiebra y Adriano la estrecha aún más, acariciándole el cabello con cuidado. “No tengo miedo de él”, susurra Adriano, “y tú tampoco deberías tenerlo. Eres fuerte, Catalina, eres la mujer más valiente que he conocido.” Pero en sus ojos hay una sombra fugaz, una conciencia que lo corroe por dentro. Alonso no es un hombre que haga amenazas vacías. Si ha prometido venganza, algo se moverá. Y pronto.
Esa noche, el palacio parece envuelto en un silencio innatural. Catalina no logra conciliar el sueño. Se revuelve en la cama, atormentada por el pensamiento de lo que podría significar la frase de su padre. En el corazón de la noche, oye pasos en el pasillo. Se levanta cautelosamente, abriendo apenas la puerta. Dos figuras oscuras, hombres armados, hablan en voz baja con Burdina, quien sostiene en sus manos una carpeta sellada. “Mañana es al amanecer”, dice el hombre, “discretos, nadie debe saberlo.” Catalina cierra la puerta con el corazón en la garganta. ¿De qué se trata? ¿Qué está organizando su padre a sus espaldas? Al amanecer, Adriano ya no se encuentra en el palacio. Nadie lo ha visto salir, ni sabe decir dónde ha ido. Catalina corre por todas partes, interroga a los sirvientes, amenaza incluso a Pía, pero todo es inútil. Solo Rómulo, con la mirada grave, le da una respuesta ambigua: “Si quieres saber la verdad, mira donde nadie se atreve a mirar, en los archivos del Padre. Allí están todas sus alianzas y sus enemigos.” Catalina, como enloquecida, se introduce en la oficina paterna esa misma noche, forzando un viejo cajón cerrado con llave. Encuentra una carta, un mandato firmado por Alonso mismo, ordenando la expulsión de Adriano con la ayuda de las autoridades locales. Pero no solo eso. Una lista de pagos secretos, promesas de terrenos a cambio del silencio e incluso el nombre de un funcionario corrupto dispuesto a declarar a Adriano persona no grata por asuntos ilícitos nunca cometidos. “Ha destruido su reputación, lo ha borrado de mi vida”, susurra Catalina con las manos temblorosas, y en ese momento ya no es la hija del marqués, es una mujer lista para luchar. Con el corazón roto, pero la mente lúcida, sale de la oficina, apretando la carta entre las manos como si fuera un arma. Una tormenta se enciende dentro de ella. Ahora es la guerra, y Alonso no tiene la menor idea de lo que sucederá cuando su propia hija decida convertirse en su peor enemiga. “Nunca imaginé que el marqués se opondría así”, susurra Adriano sorprendido. “Siempre me trató con respeto. Llegué a pensar que nos aceptaba como pareja. Parece que me equivoqué.” Catalina se aparta un poco, mirándolo con ojos inflamados. “No es él, no del todo, es Leocadia. Desde que llegó, se ha arraigado en esta casa como una plaga. Empezó sutilmente manipulando a Cruz, luego se instaló como invitada y ahora actúa como si fuera la dueña de todo, como si fuera la nueva marquesa de Luján.” Aprieta los labios. “Mi padre quizás no lo admita, pero está cayendo en sus manos.” Adriano frunce el ceño. “Si está realmente cegado por esa mujer, entonces debemos actuar antes de que él…”
¿Qué hará Catalina ahora que ha descubierto la magnitud de la traición de su padre y la manipulación de Leocadia? ¿Y cómo afectará el inesperado regreso de Jana a este explosivo conflicto?