“Basta con centrarse en lo que tienes delante y empiezas a ver cosas que ya habían pasado desapercibidas.”
Eso le dijo Gabriel a Begoña, sin saber que estaba describiendo mucho más que una técnica de observación ornitológica. Era una verdad disfrazada de lección, una invitación involuntaria a mirar el presente con otros ojos, incluso si el presente duele.
Todo comenzó como un simple paseo. Un respiro entre tantos conflictos. Gabriel le enseñaba a Begoña a observar aves: el herrerillo común haciendo nido, el carbonero escondido entre ramas. En medio de su habitual rigidez, Gabriel se dejaba llevar, abriendo poco a poco una parte de sí que rara vez muestra. Hablaba de su padre, de lo aprendido, de su amor por las aves. Begoña, por primera vez, lo veía sin armaduras.
Y él también la veía diferente. No como la esposa de otro, ni como víctima del caos en la fábrica o del dolor por su asalto. Sino como una mujer que necesitaba paz. Como alguien que, al igual que él, buscaba refugio en algo tan simple como mirar hacia arriba y encontrar belleza en lo mínimo.
La conversación era tranquila, hasta que un gesto inocente desencadenó un momento revelador. Begoña quiso tomarse una foto. Gabriel la ayudó. Pero entonces… el “ay, ay, ay” rompió la calma. Un mal paso. Un tobillo torcido. Y con él, la irrupción de una nueva cercanía.
La escena que siguió fue casi íntima, cargada de silencios y miradas más elocuentes que las palabras. Gabriel, preocupado, le ofreció cargarla. Begoña lo rechazó, pero aceptó apoyarse en él como bastón. Paso a paso, literalmente apoyados el uno en el otro, cruzaron no solo el bosque, sino también una línea invisible: la que separa la simpatía del vínculo emocional.
¿Fue solo un accidente? ¿O el universo interviniendo para unir dos almas que ya estaban demasiado solas?
Lo más impactante no fue la torcedura, sino lo que vino después. Begoña, con los ojos brillando, confesó que desde que estaban allí no había pensado en el trabajo… ni en Andrés. Dudaba si era por los pájaros o por la compañía. Fue la primera vez que verbalizó lo que quizás ni ella misma quería aceptar.
Gabriel no respondió. Solo la miró. Como se mira a alguien que, sin quererlo, se está metiendo bajo la piel.
Y es que Gabriel, el hombre que aceptó una misión para alejar a Begoña de Andrés, está atrapado entre dos fuegos: el deber que le impone María… y un sentimiento que empieza a surgir con fuerza imparable.
La ironía no podría ser más cruel. Porque cuanto más intenta alejarla de Andrés, más cerca se encuentra él de ella. Y no se trata de una estrategia, sino de algo mucho más complicado: emociones verdaderas, profundas, inesperadas.
¿Y Begoña? Ella sigue sin darse cuenta del todo, o finge no hacerlo. Pero lo cierto es que su conexión con Gabriel crece, capítulo a capítulo, como las raíces de un árbol que nadie plantó, pero que ya es imposible arrancar.
Mientras tanto, fuera de ese instante suspendido en el bosque, el mundo sigue girando. María teje sus planes con frialdad. Andrés se consume en su propia confusión. Y Pelayo lucha con la culpa. Pero nada de eso parece importar cuando estás con alguien que te hace olvidar el ruido del mundo, aunque sea por un momento.
Lo de Gabriel y Begoña ya no es solo una misión. Es un dilema. Un sentimiento. Una bomba de tiempo emocional que estallará antes de lo que todos creen.
¿Puede un paseo entre aves cambiar el destino de dos personas? En Sueños de libertad, la respuesta es siempre sí.
¿Qué crees que pasará si Begoña descubre la verdad sobre los planes de María? ¿Y si Gabriel ya no puede seguir fingiendo?