“Pero Fina, ¿tú seguro que estás bien?”
La pregunta de Carmen no fue una simple cortesía. Fue una caricia envuelta en sospecha. La escena entre ambas, aparentemente cotidiana, escondía una verdad más honda: Fina, aunque sonriente, está a punto de entregar algo que nunca podrá recuperar del todo.
Fina acaba de contarle que Marta y Pelayo viajarán a Londres este mes. Un viaje doblemente simbólico: será la luna de miel que nunca tuvieron… y el inicio del proceso para tener un hijo. Marta ha decidido ser madre, y Pelayo estará a su lado. La decisión es firme. El plan ya está en marcha. Pero, ¿y Fina?
Con la voz templada por el amor, Fina asegura que está bien, que su única prioridad es la felicidad de Marta. “Me ha prometido que siempre me incluirá en la vida del bebé”, dice, con una mezcla de gratitud y resignación. No será la madre biológica, no tendrá el lugar central, pero se conforma con estar cerca. Con formar parte. Con ser “algo”.
Carmen, sin embargo, percibe las fisuras detrás de las palabras. Esa aceptación no suena del todo auténtica. Hay una sombra en los ojos de Fina. Una grieta silenciosa. Pero Fina no quiere hablar más. Cambia el tono. Se disculpa con una sonrisa suave: tiene un compromiso. Antes de salir, lanza una frase que busca alivianar el ambiente: “Toda para ti”, dice, cediéndole a Carmen el espacio para estar a solas con Tasio, que justo ha entrado en escena.
Pero esa broma ligera no borra la sensación que queda flotando.
La escena no habla solo de un embarazo planeado. Habla del desplazamiento silencioso de una mujer que ha amado profundamente. De una presencia que poco a poco se convierte en recuerdo. De un rol que cambia, sin avisar, hasta dejarla en la periferia de una historia que antes también era suya.
Fina no grita, no llora, no reclama. Pero en su calma hay un duelo. Uno que quizá nadie más vea. Porque a veces, el mayor sacrificio no es alejarse, sino quedarse sabiendo que ya no eres el centro.
¿Puede el amor soportar convertirse en espectador de su propia historia?