“¿Te creíste por encima de todos? Pues esta vez, no escaparás.”
Eso fue lo último que Cristóbal Ballesteros le dijo a Leocadia antes de que las esposas marcaran su caída. El palacio de los Luján ya no volverá a ser el mismo. Lo que comenzó como la llegada silenciosa de un nuevo mayordomo, termina como uno de los mayores desenmascaramientos de toda la serie: Cristóbal no era mayordomo. Era policía. Y vino a atraparla.
La aparente inocencia con la que entró en el servicio, sustituyendo a Rómulo, escondía una verdad calculada: Cristóbal era un expolicía encubierto, colocado con precisión quirúrgica para acabar con la mujer que manipuló, chantajeó y asesinó desde las sombras. Leocadia, siempre tres pasos delante de todos, esta vez no vio venir a su peor enemigo.
Desde su llegada, las señales estaban allí. Ricardo, fiel servidor, se sintió desechado injustamente. Su hijo, Santos, regresó al palacio con una mezcla peligrosa de rencor y ambición. Juntos, fueron presa fácil para los juegos psicológicos de Leocadia… pero también piezas fundamentales en la red que Cristóbal tejía con paciencia.
Cuando Ricardo, herido en su orgullo, exigió respuestas al marqués, se enteró de que su exclusión no fue un accidente: Leocadia lo eliminó del camino para imponer a Cristóbal. Lo que no sabía es que ella estaba firmando su propia condena.
Santos, enceguecido por el deseo de venganza, tomó medidas drásticas: pistola en mano, amenazó a Leocadia, exigiendo el ascenso de su padre. Ella aceptó… pero solo en apariencia. Horas después, lo citó en la antigua casa del cochero, prometiendo formalizar los ascensos. En lugar de papeles, llevó un arma.
Le disparó a sangre fría. Sin remordimiento. Con ayuda de un criado corrupto, hizo desaparecer el cuerpo, quemó documentos y ocultó el arma.
Pensó que había ganado de nuevo.
Pero Cristóbal lo sabía todo. Había seguido cada movimiento. Cuando Leocadia regresó esa noche, lo encontró en el pasillo. Él le sonrió. Vio el barro en su vestido. Y le dijo las palabras que ella jamás olvidará:
“No soy tu mayordomo. Fui policía. Y tengo todo lo que necesito para hundirte.”
Le mostró registros, pruebas, detalles… Y luego hizo algo aún más inesperado: le exigió oro a cambio de silencio. Leocadia, confundida, pensó que podía chantajearlo de vuelta. Pero era una última trampa: Cristóbal la estaba provocando. Quería que cometiera un error más.
Mientras ella tejía un contraataque, él preparaba el golpe final. Denuncia anónima. Testigos clave. Pruebas reunidas. Y al día siguiente, las autoridades irrumpieron en el palacio.
Cristóbal, ya con uniforme, lideró la detención.
Leocadia fue arrestada. Su rostro, por primera vez, no mostraba control, ni rabia, ni arrogancia. Solo miedo.
Con ella fuera del juego, Ricardo finalmente ocupó el cargo que merecía. Cristóbal, misión cumplida, se despidió del palacio. Se marchó sin aplausos, pero con la satisfacción de haber devuelto algo de justicia a una casa marcada por el abuso.
Y sin embargo, la historia no termina ahí.
Porque en la celda, Leocadia no se quebró. Su mirada seguía calculadora, peligrosa.
No fue una caída… fue una pausa.
¿Esperará su momento para volver? ¿Tiene aliados aún ocultos? ¿Y Cristóbal, ahora que ha cumplido, se alejará… o regresará cuando nadie lo espere?
La Promesa abre así un nuevo capítulo: el de la justicia sin piedad, el de las traiciones descubiertas y los fantasmas que aún no han dicho su última palabra.