“Dijiste su nombre… como si tu vida dependiera de ella.”
Así se quebró el corazón de María, sin necesidad de una traición consciente, sino por una verdad incontenible que emergió del subconsciente de Andrés.
La noche en la casa de los De la Reina transcurría en una calma engañosa. María, recostada junto a Andrés, intentaba encontrar consuelo en una intimidad que ya no se sentía real. El silencio era espeso, casi agresivo, como si entre ellos se alzara un muro invisible, hecho de recuerdos no compartidos y emociones reprimidas.
Pero fue en medio de esa quietud cuando la verdad se hizo presente de la forma más brutal. Andrés se agitó en sueños. Murmuraba con desesperación. Sudaba. Se estremecía. Y entonces… lo dijo.
—¡Begoña!
El grito partió la noche como un rayo. No fue un nombre casual, ni un eco del pasado. Fue un lamento desgarrado, un llamado desde lo más profundo de su alma. Y María lo supo en ese instante: el corazón de Andrés no le pertenecía.
Lo despertó con brusquedad, y lo enfrentó con la voz quebrada. Él, aún confundido por la pesadilla, no pudo ocultar su culpa. “Estabas soñando con ella”, le dijo ella. Y cuando le preguntó si aún la amaba, la respuesta fue un susurro devastador:
—Sí.
No hubo excusas que sirvieran. Ni promesas vacías. Solo una confesión desnuda: Andrés no podía arrancarse a Begoña del corazón. Y María, herida, se levantó no solo del lecho, sino de una mentira que ya no podía sostener. En su mirada no había lágrimas, solo una decisión: si no podía ganarlo por amor, lo recuperaría por estrategia.
Y así apareció en su mente un nuevo nombre: Gabriel.
Mientras tanto, en la casa de los Merino, otro drama, más silencioso pero igual de devastador, se gestaba. Teo, el pequeño que había aprendido a convivir con el dolor de perder a su madre biológica, encontró por casualidad un frasco de pastillas en el bolso de Gema.
No necesitó leer la etiqueta completa. Una palabra bastó para encender su pánico: “corazón”.
Los recuerdos lo invadieron como una avalancha: las pastillas en la mesita de noche, las sirenas de ambulancia, el silencio tras la muerte. Y ahora, esa misma palabra lo perseguía otra vez. Si Gema tomaba esas pastillas, si tenía el mismo problema… ¿significaba que también podía morir?
El terror lo transformó. Arrojó el frasco al suelo, y huyó de casa, con una furia que ni él mismo comprendía. En la escuela, estalló contra un profesor con una violencia inesperada, fruto de una angustia contenida.
Gema y Joaquín, al enterarse del episodio, acudieron al colegio. Allí, frente al director, Gema solo pudo susurrar con voz temblorosa: “Ha encontrado mis pastillas para el corazón.”
Pero nada podía prepararlos para el abismo emocional que ese niño estaba enfrentando.
En otra esquina del drama, María ya no piensa con el corazón, sino con estrategia. Observa con nuevos ojos a Gabriel, el hombre que siempre ha estado allí, paciente, leal, tal vez ingenuo. Pero ahora, él representa algo más que compañía: es una carta peligrosa que María está dispuesta a jugar. Si Andrés no puede liberarse de Begoña, entonces ella se encargará de redibujar el tablero.
Y así, mientras los adultos se consumen en pasiones no resueltas y estrategias ocultas, un niño intenta comprender por qué el amor y la muerte caminan tan de la mano.
¿Es este el principio de un nuevo triángulo? ¿O el fin definitivo de lo que alguna vez fue un hogar?