HOTTEST NEWS TODAY! ¿Otra mujer para Manuel? ¡La noche en La Promesa casi lo pierde todo! Secretos, sabotajes y una misteriosa figura en el hangar.

La velada que debía consagrar el prestigio de los Luján se transformó en un torbellino de traiciones, secretos y revelaciones que estremecieron cada rincón de La Promesa. Una figura misteriosa irrumpe en el hangar bajo la luna, un banquete lujoso es saboteado desde las cocinas, y un pasado silenciado amenaza con destruir el presente.

La noche caía sobre La Promesa como un manto de terciopelo oscuro salpicado por el brillo lejano de las estrellas. Pero en el hangar, la única luz era la de una luna pálida que se filtraba a través de los cristales sucios, dibujando formas fantasmales sobre las alas del aeroplano. El aire era gélido, un frío que calaba hasta los huesos y que nada tenía que ver con la temperatura. Era el frío de la expectación, de la tensión contenida. Manuel de Luján sintió un escalofrío recorrerle la espalda, ajustándose el cuello de su abrigo. A su lado, Toño, el mecánico, permanecía inmóvil con la mirada fija en la entrada del hangar, su silueta apenas un recorte más oscuro en la penumbra. Llevaban dos noches en vela, dos noches esperando, y la fatiga comenzaba a hacer mella en su determinación. “¿Crees que volverá?”, susurró Toño, su aliento formando una nubecilla blanca. “Tiene que hacerlo,” respondió Manuel con una convicción que no sentía del todo. “Quien quiera que sea, no encontró lo que buscaba. Dejó los papeles demasiado revueltos con prisa. Volverá a por ellos.” Se refería a los viejos registros de vuelo de su padre, a los planos y a las cartas de proveedores que se apilaban en un baúl de metal en la pequeña oficina del hangar. Un tesoro sin valor para cualquiera, pero aparentemente un objetivo crucial para la misteriosa figura que habían avistado la primera vez: una sombra fugaz, ágil, que se había desvanecido antes de que pudieran reaccionar. El silencio se hizo denso de nuevo, roto solo por el ulular de un búho en la lejanía. Manuel pensaba en Jana. Le había ocultado estas vigilias para no preocuparla, pero sentía el peso de la mentira. Su relación, forjada en secretos y adversidades, merecía una honestidad que las circunstancias le negaban constantemente. Esta nueva intriga, este fantasma en su hangar, era una distracción no deseada, especialmente con el inminente banquete que sus suegros, Lisandro y Leocadia, habían organizado para celebrar el nuevo título nobiliaria de la familia. Un evento que prometía ser el acontecimiento social de la temporada y que para Manuel se sentía más como una jaula de oro. De repente, un crujido, un sonido casi imperceptible, la pisada de un zapato sobre la grava suelta del exterior. Manuel y Toño se tensaron al unísono, conteniendo la respiración. Sus corazones martilleaban contra sus costillas. La silueta delgada de una persona se recortó contra el marco de la puerta del hangar. Se movía con una cautela felina, deslizándose hacia el interior como si fuera parte de la misma noche. Manuel hizo una seña a Toño. Era el momento.

Mientras tanto, en la zona de servicio de La Promesa, el ambiente no era de sigilo, sino de una conmoción abierta. Petra Arcos había regresado, no había llegado como una empleada reincorporada, sino como una reina exiliada reclamando su trono. Su presencia era un terremoto que sacudía los cimientos de la jerarquía establecida. Caminaba por los pasillos con su paso firme y su mentón altivo, su mirada crítica escudriñando cada rincón, cada rostro, como si buscara fallos que justificaran su retorno. Pía Adarre, la actual ama de llaves, la observaba desde la distancia con una mezcla de aprensión y resignación. Sabía que la coexistencia sería imposible. Petra no quería compartir el poder, quería recuperarlo en su totalidad. “Veo que las cosas han cambiado mucho por aquí,” dijo Petra, deteniéndose frente a Pía en la cocina. Su voz era seda con filo de acero, “aunque no necesariamente para mejor. Hay un cierto desorden. Una falta de rigor.” Rómulo, el mayordomo, que estaba cerca, intervino con su calma habitual: “El servicio funciona a la perfección, Petra. Pía es una excelente ama de llaves.” Petra esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos: “Rómulo, siempre tan leal, pero la lealtad no puede cegar la evidencia. Se avecina un gran banquete, el más importante en la historia de esta casa. Cualquier error, por pequeño que sea, será una mancha en el nombre de los Luján. Y yo no permitiré que eso ocurra.” Sus palabras quedaron flotando en el aire: una amenaza velada y una declaración de intenciones. Iba a vigilar, a esperar el más mínimo tropiezo para demostrar que ella era indispensable. Su regreso no era una casualidad, era una estrategia. En un rincón más apartado, la joven Ángela sentía el peso de otra tiranía. Leocadia, su señora, finalmente había accedido a su regreso, pero el precio era la humillación. Las normas que le había impuesto eran un catálogo de vejaciones. No podría hablar a menos que se le dirigiera la palabra. Tendría que comer sola después de que todos los demás hubieran terminado, y sus tareas serían las más ingratas, aquellas que nadie más quería. Ángela fregaba una olla con lágrimas silenciosas nublándole la vista. Cada norma era un grillete, un recordatorio constante de su precaria posición. ¿Cómo podría sobrevivir en aquel ambiente asfixiante?

Otra mujer para Manuel? en 'La Promesa', avance del capítulo 621 (lunes, 23  de junio) - Cultura en Serie

Lejos de allí, en los jardines, tres almas conspiraban bajo la luz de un farol: Lope, el cocinero, Curro, el hermano de Jana, y Pía, que se les había unido tras su desagradable encuentro con Petra. La revelación de Lope sobre Vera, la doncella personal de Catalina, había cambiado las reglas del juego. Vera no era una simple empleada, era la protegida y quizás algo más del poderoso y temido Duque de Carril, propietario de la Joyería Yob. Un hombre cuya reputación de crueldad era tan legendaria como su fortuna. “No podemos quedarnos de brazos cruzados,” decía Lope con una urgencia febril. “Vera está atrapada. Sé que a veces parece distante, extraña, pero he visto el miedo en sus ojos. El duque la controla. Tenemos que saber por qué.” Curro, con su innato sentido de la justicia y su amor por su hermana, que a su vez se preocupaba por Lope, asintió con determinación. “Estoy contigo. ¿Cuál es el plan?” “El duque tiene una mansión no muy lejos de aquí,” explicó Lope, extendiendo un mapa improvisado dibujado en una servilleta. “Es una fortaleza, pero todo castillo tiene una puerta trasera. Y en mi caso, esa puerta es la cocina. Mañana por la mañana, su jefe de cocina entrevista a ayudantes para el banquete. Con la recomendación adecuada, podría infiltrarme.” “¿Una recomendación?”, preguntó Pía arqueando una ceja. “Ahí es donde entras tú, Pía,” dijo Lope. “Conoces a todo el mundo. Tu antigua señora tenía relación con los marqueses de Los Alerces, que son íntimos del duque. Una carta tuya, hablando de un cocinero lejano con un talento excepcional para los fogones, podría obrar el milagro.” Pía meditó. El riesgo era enorme. Si los descubrían, no solo serían despedidos. Podrían enfrentarse a la ira del Duque de Carril, un hombre que no perdonaba. Pero entonces pensó en Vera, en Petra, en la injusticia que parecía impregnar las paredes de La Promesa. “Lo haré,” dijo finalmente. “Pero, Lope, debes tener un cuidado exquisito. Ese hombre es un monstruo.”

Mientras unos planeaban infiltraciones y otras luchaban, por supuesto, Adriano, el prometido de Catalina, paseaba por el salón principal con una inquietud que le corroía por dentro. El banquete, que para todos era un motivo de júbilo, para él era una pesadilla. Odiaba la pompa, el protocolo, las miradas escrutadoras de la alta sociedad. Temía que su vida, sus inseguridades, quedaran expuestas bajo los focos de aquel escaparate social. “Es solo una cena,” Adriano le había dicho Catalina, tratando de calmarle, pero él sabía que no era solo una cena. Era un juicio y él era el acusado principal. Su origen más modesto, su incomodidad en esos círculos, todo sería munición para las críticas. El nuevo título nobiliario no le había traído paz, sino un nuevo nivel de ansiedad. En ese tapiz de intrigas y temores, existía un hilo de pura y serena felicidad. En su pequeña habitación, Rómulo le confesaba a Emilia, la mujer que amaba, un secreto: “Don Alonso, en su infinita generosidad, me ofreció una de las casas de la finca para cuando me retire. Un lugar para vivir mis últimos días.” Emilia le miró con ternura. “Es un gesto maravilloso, Rómulo.” “Lo es,” asintió él, tomando sus manos. “Pero lo rechacé. Le di las gracias, por supuesto, pero le dije que mi sueño no está en estas tierras, por muy agradecido que esté. Mi sueño, Emilia, es una casita pequeña con un porche que mire al mar. Un lugar donde el único sonido sea el de las olas y tu risa. Un lugar para nosotros.” Los ojos de Emilia se llenaron de lágrimas de felicidad. En medio de la opulencia y las ambiciones de La Promesa, su amor era un tesoro simple y verdadero, un anhelo de paz lejos de todo aquello.

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De vuelta en el hangar, la acción se precipitó. Cuando la figura se adentró lo suficiente, dirigiéndose directamente hacia el baúl de metal, Manuel dio la señal. Él y Toño salieron de las sombras, bloqueando la única salida. “¡No se mueva!”, gritó Manuel, su voz resonando en el vasto espacio. La figura se giró bruscamente, sobresaltada. La capucha que cubría su cabeza cayó hacia atrás, revelando un rostro de mujer. No era una ladrona común; era joven, de facciones delicadas, pero con una expresión de fiera determinación. Sus ojos grandes y oscuros se abrieron de par en par al ver a Manuel. Por un instante pareció reconocerle. “¿Quién es usted? ¿Qué busca aquí?”, inquirió Manuel acercándose con cautela. La mujer no respondió. En un movimiento rápido e inesperado, arrojó una pequeña caja de herramientas que llevaba en la mano a los pies de Toño, haciéndole trastabillar. Aprovechando esa mínima distracción, se lanzó hacia una de las ventanas laterales, la forzó con una agilidad sorprendente y se escabulló hacia la oscuridad antes de que pudieran detenerla. Se había ido. Manuel corrió hacia la ventana, pero solo vio las sombras de los árboles meciéndose en la noche. Regresó al interior, frustrado. Toño se recuperaba del susto. “¡Maldita sea, se nos ha escapado!”, gruñó Toño. “Pero hemos visto su rostro,” dijo Manuel pensativo. “Había algo en esa cara, una familiaridad esquiva que no lograba ubicar.” Y luego vio algo en el suelo, cerca de donde la mujer había estado. Se agachó y lo recogió. Era un pañuelo de seda fina de un color azul profundo. Estaba delicadamente bordado en una esquina con dos iniciales: I.V. Manuel apretó el pañuelo en su mano. La pregunta ya no era solo qué buscaba esa mujer, sino quién era. Y la pregunta que flotaba en el aire, la que había susurrado la propia Leocadia en los pasillos y que había llegado a oídos de Jana, cobraba una nueva y alarmante dimensión: ¿Otra mujer para Manuel?

¿Qué conexión tiene Isabela de Valero con el pasado de Manuel y la muerte de su padre? ¿Y cómo afectará su aparición a su relación con Jana y el futuro de La Promesa?

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