La noche se cernía sobre el palacio como una manta pesada de secretos, y Samuele, con la rabia contenida y el corazón latiendo con fuerza, se convirtió en una sombra más entre los pasillos de La Promesa. Todo había comenzado con una carta. Una denuncia, anónima y cruel, había llegado a la iglesia justo el día del bautizo de Aurora y Miguel. ¿Casualidad? No lo creía. Demasiado oportuna. Demasiado certera. Y todo apuntaba hacia Catalina, la mujer fuerte que había sido su aliada, ahora víctima de un complot maquiavélico.
Con una determinación que le ardía en el pecho, Samuele se levantó del banco y decidió descubrir quién quería destruirlo… y por qué. Pasó horas explorando los pasillos del palacio, buscando indicios invisibles. Las paredes tapizadas y los retratos parecían murmurar secretos antiguos. Hasta los sirvientes, con saludos ausentes, parecían saber más de lo que decían.
Subió lentamente la escalera principal, sus pasos resonando con ecos de otra vida. Recordó su habitación, donde tantas veces había compartido miradas con Catalina, donde había rezado, donde había sido feliz. Pero ahora era diferente. Ahora buscaba respuestas. Abrió cajones, revisó documentos. Cartas eclesiásticas… desaparecidas. Alguien había registrado su refugio, lo había violado, sabiendo exactamente qué quitar y qué dejar.
La rabia se apoderó de él, y entonces lo vio: su viejo cuaderno de observaciones, oculto entre papeles dispersos. Lo abrió tembloroso, y una nota lo paralizó. Catalina había sido observada. Leocadia y Lorenzo, incómodos en presencia de Samuele, habían murmurado entre ellos, con tensión evidente. El cuaderno recogía una frase desgarradora: “Eliminarlo es la única forma de debilitarla”.
Samuele comprendió el verdadero objetivo: él. No por lo que era, sino por lo que significaba para Catalina. Su fe, su apoyo, su ancla. Petra… también fue usada. La joven inocente, manipulada como un peón en un juego de poder. Catalina estaba rodeada de traidores, y la primera víctima había sido Petra, la segunda, él mismo.
Sin perder tiempo, Samuele se dirigió a la sacristía, su sotana ondeando en el viento gélido de la madrugada. Ignoró a don Agustín, centrado solo en su misión. Revisó armarios, cajones, tapices. Entre vestiduras olvidadas, encontró un cilindro de cobre. Dentro, papeles con el sello del obispado y la firma de Catalina. Información sensible, sí, pero no la denuncia.
Sabía que lo más comprometedor no estaría allí. Tenía que ir más profundo. Al despacho de cruz. Con la llave que Catalina le había confiado años atrás, abrió la puerta. El olor a cuero y papel viejo lo envolvió. Bajó por una trampilla oculta bajo el escritorio. Allí, en la penumbra de un sótano prohibido, descubrió los archivos más oscuros: denuncias, cartas, amenazas. Todo tipo de pruebas… pero no la que buscaba.
Hasta que, cuando ya estaba a punto de rendirse, lo vio. Un volante entre dos legajos. Lo sacó con manos temblorosas y sintió cómo el corazón se le detenía: la denuncia. La misma que había iniciado todo, escrita con letra femenina, inclinada. Y abajo… la firma. Leocadia. En ese instante, Samuele comprendió toda la jugada: Leocadia había orquestado la traición, había manipulado la situación para que cayeran sobre Catalina todas las sospechas, desmantelando su mundo pieza por pieza.
Corrió. Cerró la trampilla con fuerza y se dirigió al aposento de Leocadia. No había tiempo que perder. Sabía que necesitaba más. La pieza final: Lorenzo. Subió al segundo piso, el silencio pesando como una losa. Golpeó suavemente la puerta y entró. Leocadia lo miró con frialdad, sentada con un libro de oraciones en la mano. Samuele no dijo una palabra al principio. Solo extendió el papel.
—Este documento tiene el sello de la iglesia. Es tu letra —dijo, su voz firme, pero temblorosa de rabia.
Leocadia cerró el libro con calma, una sonrisa venenosa en sus labios.
—Y si no fuera cierto —respondió, con tono burlón.
—He visto tu letra en la denuncia. Tengo pruebas —insistió Samuele, dando un paso al frente.
Ella se irguió, majestuosa como una reina envenenada.
—Tus sospechas no bastan.
Entonces Samuele sacó la segunda nota. La definitiva.
—También tengo esta. Es de Lorenzo. Dice: “Eliminando a Samuele, Catalina quedará vulnerable”.
El impacto fue inmediato. El rostro de Leocadia palideció por un segundo. Y justo en ese momento, Lorenzo apareció en la puerta. También pálido. También vencido.
En ese silencio mortal, Samuele comprendió que había tocado la verdad. La red de traiciones estaba al descubierto. Catalina, Petra, él mismo… todos víctimas de un plan tejido con frialdad y precisión. Pero ya no habría más secretos.
Había encontrado la prueba.
Había descubierto la verdad.
Y ahora… vendría la justicia.
La noche en que Samuele encontró la prueba que lo cambiaría todo, no fue solo una noche de descubrimiento. Fue el inicio de un enfrentamiento que estremecerá los cimientos de La Promesa.