La salida de Petra de La Promesa marca no solo el fin de una era, sino también el inicio de una investigación que cambiará el curso de los acontecimientos en el palacio. Aunque para muchos su expulsión supone un cierre necesario, para Samuel se convierte en una herida abierta, una grieta que lo empuja a mirar más allá de las apariencias. Mientras el nombre de la antigua gobernanta se disuelve como un susurro entre los muros, Samuel empieza a cuestionar todo lo que creía saber.

La decisión de Catalina fue firme: Petra debía marcharse. Pero el rostro del exsacerdote no logra borrar la imagen de aquella mujer rogando por su inocencia. En la capilla, en soledad, las cuentas del rosario se deslizan entre sus dedos sin que una sola oración alcance a nacer. La culpa pesa más que la fe. ¿Fue justo? ¿Fue realmente Petra quien provocó su excomunión? Algo dentro de él le grita que no.

María Fernández, al encontrarlo sumido en la reflexión, se enfrenta a él con dureza. Su desprecio hacia Petra es evidente, casi visceral. Pero Samuel ya no puede compartir ese juicio tan tajante. Aunque no niega los errores del pasado de Petra, ha visto en ella una transformación real, un intento genuino de redención. La conversación entre ambos se convierte en un campo de batalla moral: ¿se puede cambiar? ¿Merece alguien como Petra una segunda oportunidad? Samuel sostiene que sí. María, en cambio, lo acusa de ingenuo.

Tras su partida de la capilla, Samuel queda nuevamente solo. Pero esta vez, no solo cargado de dudas, sino también de determinación. Algo en la forma en que se dio su excomunión no encaja. La denuncia fue repentina, anónima, sin fundamentos sólidos y, sobre todo, coincidió sospechosamente con el bautizo de los hijos de Catalina. ¿Quién podría haber querido evitar que él estuviera presente en ese momento tan especial? La sospecha comienza a tomar forma: alguien buscaba sabotear a Catalina, y él solo fue un daño colateral.

Movido por la intuición, Samuel regresa a su antigua habitación. Busca entre sus pertenencias aquellos documentos que podrían haber demostrado su inocencia, pero algo fundamental ha desaparecido: el sobre con las copias autenticadas de su ordenación y correspondencia privada con su mentor. ¿Quién pudo haber tomado algo tan específico? ¿Quién sabía dónde buscar exactamente?

El rastro lo lleva a un viejo cuaderno de anotaciones. Ahí, entre pensamientos y reflexiones anotadas meses atrás, una frase resalta como una llama en la oscuridad: “Leocadia volvió a susurrarle algo a Lorenzo tras hablar con Catalina. Parecían incómodos con mi presencia. Catalina no lo ve, pero están tramando algo.” El corazón de Samuel da un vuelco. Leocadia. Siempre estuvo allí, silenciosa, moviendo hilos sin dejar rastro. Y Lorenzo, su eterno cómplice.

Todo encaja. Leocadia y Lorenzo orquestaron la denuncia, sabiendo que Catalina confiaba en él, sabiendo que su expulsión crearía una fractura en la estructura del palacio. No querían solo deshacerse de Samuel, querían debilitar a Catalina. El siguiente paso es claro: enfrentarlos.

El momento elegido será una cena. Todos los miembros importantes de La Promesa estarán presentes. Cuando Samuel entra en el salón, el murmullo se apaga. Sus pasos son firmes, su mirada, decidida. Sin levantar la voz, comienza a relatar los hechos, conectando detalles que nadie había notado. La desaparición de los documentos. La denuncia anónima. La presencia constante de Leocadia en momentos clave. Y finalmente, la frase escrita en su cuaderno, que recita en voz alta frente a todos, como una sentencia.

El ambiente se vuelve tenso. Leocadia intenta mantenerse en pie, altiva, pero algo en su rostro la delata. Lorenzo, incapaz de sostener la mirada, comienza a sudar. Catalina, entre la sorpresa y la incredulidad, exige una explicación. Pero ya no hay lugar para mentiras. La verdad se impone como un vendaval.

Las consecuencias son inmediatas. Leocadia es arrestada por orden de las autoridades locales, y Lorenzo es apartado de sus funciones a la espera de una investigación interna. Samuel, por su parte, recupera el respeto de quienes lo habían apartado. Catalina, profundamente afectada, le pide perdón por no haber confiado en él. Y aunque Samuel asegura que no guarda rencor, su mirada revela la cicatriz que llevará para siempre.

Pero el mayor impacto lo sufre María Fernández. Al ver cómo la verdad sale a la luz, se enfrenta a sus propios prejuicios. ¿Y si Petra realmente era inocente esta vez? ¿Y si su desprecio solo contribuyó a una injusticia más? No dirá una palabra, pero su silencio será más elocuente que cualquier disculpa.

Así, con un solo detalle —una anotación olvidada en un cuaderno viejo— Samuel no solo recupera su dignidad, sino que desenmascara a los verdaderos culpables. El eco de su valentía se expandirá por La Promesa como una nueva promesa: la de no permitir que el silencio encubra la verdad nunca más.

Y mientras Petra desaparece en algún lugar desconocido, ajena a la redención que finalmente llega, su nombre deja de ser un peso para convertirse en símbolo de una verdad ignorada. Samuel, aunque ya no sacerdote, vuelve a ocupar su lugar más sagrado: el de un hombre justo en busca de luz.