La oscuridad envolvía el palacio de La Promesa con un silencio inquietante. El viento gélido susurraba entre los rincones como si la misma casa estuviera anticipando la tragedia que se avecinaba. Pero nadie imaginaba que esa noche marcaría un punto de no retorno para Eugenia… y para Lorenzo.

Lorenzo, decidido a cumplir los perversos planes de Leocadia, caminaba con paso sigiloso por los pasillos silenciosos. En su bolsillo interior llevaba un pequeño frasco de porcelana con una crema aparentemente inofensiva, pero que tenía el poder de borrar los últimos rastros de lucidez de Eugenia. Era el golpe final antes del bautizo de los bebés de Catalina, el momento en que la caída pública de Eugenia sellaría su destino para siempre. O eso creían.

Todo había sido meticulosamente planeado. Leocadia había movido las piezas como una experta ajedrecista, y Lorenzo, a pesar de sus dudas, se había convertido en su peón más útil. Había masajado a Eugenia con aceites saboteados, murmurado frases manipuladoras en sus oídos durante las noches, y ahora, con las manos temblorosas, estaba dispuesto a aplicar la crema que acabaría con la poca cordura que aún le atribuían a su esposa. Pero lo que no sabía era que Eugenia ya no era la mujer débil que creían tener dominada.

Esa misma tarde, mientras Lorenzo y Leocadia conspiraban, Eugenia había despertado de su letargo. No completamente, pero lo suficiente. Una frase escuchada al azar, un perfume extraño en su almohada, o quizás un simple presentimiento de supervivencia habían sido suficientes para activar sus sentidos. Fingió seguir atrapada en su delirio, se dejó manipular… pero esperó. Esperó el momento justo.

Y esa noche llegó.

Lorenzo entró en la habitación, creyéndola dormida. El brillo tenue de la lámpara iluminaba apenas su rostro. Eugenia, de espaldas, respiraba con calma, el cuerpo cubierto hasta los hombros. Pero algo lo inquietó: esa posición no era la misma que había dejado horas antes. Aun así, avanzó. Sacó el frasco del abrigo y desenroscó la tapa. El aroma dulce de la crema llenó el cuarto, acompañado del peso abrumador de la culpa.

—Perdóname, Eugenia… —susurró con voz quebrada—. Ya no tengo elección.

Se inclinó, acercando la crema a su rostro. Y entonces, sucedió lo impensable.

Los ojos de Eugenia se abrieron de golpe. No eran los ojos de una mujer vencida, sino los de una guerrera despierta, luminosa, más viva que nunca. Con un movimiento certero, su mano emergió de la sábana y atrapó la muñeca de Lorenzo con fuerza inesperada.

—¿Qué pensabas hacerme, Lorenzo? —dijo con voz firme.

Él se paralizó. El frasco cayó al suelo y rodó hasta chocar con la pata del lecho.

Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe. Burdina, que había sido advertida secretamente por Eugenia, irrumpió en la habitación. Había llegado justo a tiempo para ver a Lorenzo inclinado sobre Eugenia, con el frasco roto a sus pies y una expresión de pánico congelada en el rostro.

—¡¿Qué es esto?! —exclamó Burdina, horrorizada—. ¡¿Qué ibas a hacerle?!

Eugenia no soltó a Lorenzo. Se incorporó en la cama, con el rostro firme.

—Este hombre… —dijo mirando a Burdina—, este hombre ha estado envenenándome. Noche tras noche. Fingía cuidarme. Pero en realidad, me estaba destruyendo. Y no estaba solo.

Burdina la miró, incrédula. Lorenzo, enmudecido, intentó balbucear una defensa.

—Yo… yo solo seguía órdenes… Leocadia…

—¡Silencio! —interrumpió Eugenia—. ¡Tú decidiste seguir sus planes! ¡Tú mismo ocultaste mis cartas, tú cambiaste mis frascos, tú me manipulaste mientras dormía!

Burdina se acercó lentamente, tomó el frasco del suelo y lo olfateó. Sus ojos se abrieron como platos.

—Esto no es una crema normal… esto… esto huele a mandrágora. ¡Una droga!

Lorenzo se desplomó en una silla, derrotado. Sabía que todo se había derrumbado.

Eugenia, mientras tanto, se mantuvo erguida. La debilidad parecía haber desaparecido de su cuerpo. Y por primera vez en semanas, hablaba con total claridad.

—He fingido estar dormida. He fingido estar perdida. Pero cada noche, escuchaba. Cada noche, entendía un poco más. Y ahora sé toda la verdad.

Burdina se volvió hacia ella.

—¿Y qué haremos ahora?

—Luchar —respondió Eugenia sin dudar—. Sacaremos a la luz todo esto. Y Leocadia pagará. Nadie más sufrirá por su culpa.

En ese instante, todo cambió en La Promesa. La mujer frágil y ausente que todos daban por perdida había vuelto. Pero no era la misma. Eugenia había resurgido del abismo, más fuerte, más lúcida, y con sed de justicia. Y Lorenzo, atrapado entre la culpa y el miedo, ya no era más que un peón caído en su propia trampa.

Lo que vendrá ahora será una guerra silenciosa entre sombras y verdades. Y el bautizo que iba a ser una tragedia… podría convertirse en el inicio de una venganza que sacudirá los cimientos del palacio.

Eugenia ha despertado. Y nada volverá a ser como antes.