En el umbral de un nuevo amanecer en La Promesa, una sombra espectral se cierne sobre sus habitantes, anunciando el clímax de su capítulo más oscuro. Jana, la joven cuyo destino parecía sellado por la tragedia, regresa de entre los muertos, no como un fantasma silencioso, sino como un torrente de verdad dispuesto a arrasar con las mentiras que han envenenado los cimientos del palacio. Su reaparición no solo sacude los cimientos de la finca, sino que desgarra el velo de lealtad que ocultaba una traición inimaginable, transformando a la aparentemente virtuosa Pía en una villana maestra cuya perfidia helará la sangre de todos.
El regreso de Jana es un golpe demoledor para aquellos que creían haberla silenciado para siempre. Su presencia espectral, materializada en carne y hueso, desentierra secretos putrefactos y expone las maquinaciones oscuras que se tejieron en las sombras del poder. La verdad, largamente enterrada bajo capas de engaño y manipulación, emerge con una fuerza implacable, lista para destrozar las vidas de aquellos que se creían intocables.
En este torbellino de revelaciones, Leocadia, la intrigante ama de llaves, es descubierta en flagrante delito mientras urde un plan para silenciar a Eugenia y Lorenzo, sus peones en un juego macabro que ahora se desmorona a su alrededor. Su máscara de servidumbre leal se hace añicos, revelando el rostro frío y calculador de una mujer capaz de cualquier atrocidad con tal de salirse con la suya. El veneno de sus ambiciones, que ha ido inoculando gota a gota en el corazón de La Promesa, finalmente se vuelve contra ella, dejándola expuesta ante la justicia que comienza a abrirse paso entre las sombras.
Curro, el joven cuya alma aún llora la pérdida de su hermana Hann, se enfrenta a una traición aún más dolorosa y desgarradora. La verdad sobre la muerte de Hann, largamente velada por el engaño, comienza a desvelarse, apuntando directamente a alguien que Curro consideraba una aliada, una figura de confianza en su búsqueda de justicia. La revelación lo golpea con la fuerza de un huracán, destrozando su corazón y sembrando en su alma una profunda desolación. El peso de la traición amenaza con quebrarlo, pero la sed de justicia por la memoria de su hermana lo impulsa a seguir adelante, tambaleándose en el filo de la desesperación pero aferrándose a la esperanza de ver a los culpables pagar por sus crímenes.
Sin embargo, cuando la verdad parece emerger y la justicia comienza su lento pero inexorable avance, una joya falsa, la siniestra presencia de un duque con oscuras intenciones y una red de extorsión que se extiende como una telaraña invisible anuncian que el verdadero juego apenas ha comenzado. Las revelaciones sobre la muerte de Hann y las maquinaciones de Leocadia son solo la punta del iceberg de una conspiración mucho más vasta y peligrosa, una sombra que siempre estuvo presente entre ellos, manipulando los hilos del destino desde las sombras.
El aire puro, ese bálsamo para el espíritu atribulado que Eugenia anhelaba, se convierte en una melodía siniestra en los labios de Leocadia, cada sílaba calculada para adormecer la menguante voluntad de su víctima. Su invitación a pasear por el laberinto, ese lugar donde la pérdida se convierte en un camino hacia el autodescubrimiento o la paz definitiva, oculta una intención perversa, una sonrisa fugaz como el veneno de una serpiente que se curva en sus labios al contemplar la fragilidad de Eugenia, un junco a merced de su viento manipulador.
Oculta tras el imponente tronco de un magnolio centenario, María Fernández siente el pánico atenazar su garganta al presenciar la cruel farsa de la supuesta mejoría de Eugenia, una marioneta cuyos hilos son movidos con una maestría escalofriante por Leocadia. La mirada fría y calculadora de esta última, observando a Eugenia como un depredador acecha a su presa, hiela la sangre de María. “Dios mío, va a hacerle algo terrible”, piensa, su corazón latiendo con la fuerza de un tambor desbocado. La urgencia de intervenir la consume, pero el miedo la paraliza, la duda la tortura: ¿cómo enfrentarse a la astucia de Leocadia sin empeorar aún más las cosas?
En el despacho de Pía Adarre, la tensión es palpable, el aire denso y cargado por la reciente y terrible acusación de Curro. El joven, con el rostro demacrado por el insomnio y la angustia, pero con una llama de furia justiciera ardiendo en sus ojos, ha pronunciado un nombre que lo cambia todo: Lorenzo. “Fue él, Pía. No tengo la menor duda”, reitera Curro, su voz temblorosa pero firme. “Lorenzo es la serpiente que se deslizó en esta casa. Yana era un obstáculo, quizás por la herencia, ese maldito dinero manchado de sangre, o quizás por algo aún más retorcido que se esconde en su alma podrida. Él tenía el acceso, los conocimientos sobre venenos que adquirió en sus viajes exóticos, y el corazón negro para hacerlo.” El recuerdo de las miradas de desprecio apenas velado de Lorenzo hacia Yana lo recorre como un escalofrío de rabia.
Pía lo observa, su rostro una máscara de profunda conmoción que lucha por no resquebrajarse. Ha vislumbrado la oscuridad en el alma de Lorenzo, pero esta acusación supera sus peores temores. “Curro, querido”, comienza con voz suave, intentando infundir una calma que ella misma no siente. “Lorenzo es un hombre sin escrúpulos, un ser despreciable. Lo sé. Pero acusarlo del asesinato de tu hermana es algo monstruoso. Necesitas más que la intuición, más que el odio que sientes y que yo comparto. Necesitas pruebas sólidas, irrefutables, que lo aten a ese crimen sin dejar lugar a dudas.” “Y las conseguiré, Pía”, jura Curro, apretando los puños hasta que sus nudillos se ponen blancos. “Desenterraré cada uno de sus secretos, aunque tenga que cavar hasta el mismísimo infierno. Se lo debo a Yana. No descansaré hasta ver a ese monstruo pagar por lo que hizo.” Su determinación es una fuerza arrolladora, nacida del dolor más profundo.
Mientras tanto, en el salón principal de La Promesa, el veneno de los rumores se extiende como una plaga invisible. La noticia del ataque de Eugenia a Lorenzo se ha infiltrado en cada rincón, deformando la realidad y sembrando la confusión. Teresa, con los ojos muy abiertos y la voz entrecortada por la excitación nerviosa, se erige como el epicentro de la narración, rodeada por un Rómulo ceñudo y una Petra cuya expresión es un enigma impenetrable.
“El capitán de la Mata lo cuenta con todos los detalles”, relata Teresa, gesticulando ampliamente. “Dice que Doña Eugenia, con los ojos desorbitados, se abalanzó sobre él como una bestia salvaje, arañando, gritando incoherencias. Hablaba de venenos, de conspiraciones para acabar con ella. ¡Pobre hombre, qué susto debió llevarse!” Rómulo, el fiel mayordomo, niega con la cabeza, su rostro surcado por la preocupación. “Esto es cada vez más grave. La Marquesa había depositado tantas esperanzas en la recuperación de su hermana. Este nuevo episodio será un golpe terrible para ella.” Su lealtad a la familia Luján es inquebrantable, y el sufrimiento de sus señores es el suyo propio. Petra, por su parte, ofrece un espectáculo de compasión perfectamente estudiado, suspirando, llevándose una mano al pecho y susurrando palabras de condolencia. “Pobrecilla Eugenia. Leocadia nos aseguró tantas veces que estaba progresando, que la luz volvía a sus ojos. Quizás, quizás nos precipitamos al confiar ciegamente. La mente humana es un laberinto tan frágil.” Sin embargo, tras la máscara de aflicción, sus ojos oscuros brillan con una satisfacción fugaz, casi imperceptible, al constatar cómo el caos sigue extendiéndose, cómo las piezas de algún plan mayor parecen encajar.
En las cocinas, un crisol de angustias palpables, María Fernández, incapaz de soportar por más tiempo la tensión de espiar a Leocadia, busca refugio en el bullicio familiar. Allí encuentra a López, el cocinero de corazón noble, absorto, dando vueltas a la esmeralda falsa entre sus dedos, como si intentara desentrañar su engañoso secreto. “¿Aún dándole vueltas a esa baratija, López?”, pregunta María, su voz teñida de una preocupación que va más allá de la joya. Lope alza la vista, sus ojos reflejando perplejidad. “Es que no me cabe en la cabeza, María. ¿Quién pagaría una suma exorbitante, una pequeña fortuna, por un trozo de cristal verde? Aquí hay gato encerrado. Esa joyería Yop… su nombre empieza a sonarme a estafa, a engaño a gran escala.”
La puerta de las cocinas se abre con brusquedad, y Adriano entra pálido como un fantasma, mirando a su alrededor como si temiera ser escuchado. “Acabo de oír algo, algo inquietante”, susurra acercándose a ellos. “Petra estaba hablando con Candela y Simona, creyendo que nadie más la oía. Mencionó mi nombre y el del duque de Carvajal y Cifuentes, dijo algo sobre alianzas que no convienen a La Promesa y acuerdos que traerán la ruina.” Lisandro, el nuevo heredero, entra en ese preciso instante, su rostro severo como el de un juez. Captura las últimas palabras de Adriano, y su expresión se endurece aún más. “¿Con qué esas tenemos de la Mata?”, pregunta con voz cargada de desprecio. “¿Sigues enredando tus sucios asuntos con ese duque de mala reputación? ¿No te ha bastado con arrastrar el buen nombre de Catalina por el lodo con esa boda clandestina y vergonzosa?” Adriano se irgue, la indignación coloreando sus mejillas. “No tienes ningún derecho a hablarme en ese tono, y mucho menos a insultar a Catalina. Mis tratos con el duque son exclusivamente míos y no te conciernen en lo más mínimo.” “Todo lo que pueda manchar el honor de esta casa y de mi prometida me concierne”, replica Lisandro, avanzando un paso. Su postura es amenazante, y la atmósfera se carga de electricidad como antes de una tormenta. Los dos hombres se miran con abierta hostilidad, y por un momento parece que llegarán a las manos.
En los apartados jardines de La Promesa, en el corazón oscuro del laberinto de setos, Leocadia, con una paciencia infinita y una crueldad metódica, ha guiado a la exhausta Eugenia hasta el mismo centro. Allí, oculta a miradas indiscretas, se alza una antigua fuente de piedra, sus contornos erosionados por el tiempo y cubiertos de un manto de musgo verde oscuro. El agua que alguna vez danzó en su cuenco ha sido reemplazada por un charco estancado y lúgubre que refleja el cielo como un ojo muerto. “Mira qué rincón tan apacible hemos encontrado, Eugenia”, susurra Leocadia, su voz ahora despojada de toda falsa dulzura, revelando el acero que siempre estuvo debajo. “Tan sereno, tan perfecto para un largo descanso.” Eugenia la mira, y en el fondo de sus ojos vacíos, una minúscula chispa de comprensión y terror primordial comienza a encenderse. “¿Descanso? ¿Qué… qué quieres decir, Leocadia?”, tartamudea, un temblor recorriendo su frágil cuerpo. La sonrisa de Leocadia se ensancha, transformándose en una mueca de triunfo helado. “Quiero decir, mi querida Eugenia, que tu sufrimiento ha llegado a su fin. Lorenzo ya no puede soportar tus lamentables episodios. Y tu hermana Cruz, pobrecita, se desvive por ti, pero esta carga es demasiado pesada. Imagina la liberación para todos.” Sus manos, antes gentiles, se crispan, convirtiéndose en garras que se extienden lentamente hacia Eugenia. “Un pequeño accidente, un resbalón desafortunado junto a la fuente. Nadie sospecharía.” “¡No!”, el grito de Eugenia es un gemido ahogado, un último destello de resistencia antes de que la oscuridad amenace con engullirla.
Pero la oscuridad no llega. Como un ángel vengador, María Fernández irrumpe en la escena, sus ojos llameando de furia justa. “¡Deje en paz a Doña Eugenia, malvada!”, grita, su voz resonando en el silencio del laberinto mientras corre hacia ellas, sin importarle el peligro. Leocadia, sorprendida en pleno acto, se gira con la agilidad de una víbora. Por un instante efímero, su máscara de impasible cuidadora se hace añicos, revelando un rostro contraído por el odio y la frustración, pero se recompone con asombrosa rapidez. “María Fernández, qué impertinencia. ¿No ve que Doña Eugenia ha sufrido otra de sus crisis? Intentaba calmarla, llevarla a un lugar tranquilo.” “¡Eso es mentira!”, replica María con vehemencia, interponiéndose entre Leocadia y una Eugenia que tiembla como una hoja. “La he estado observando. He visto cómo la traía hasta aquí, cómo la aislaba. Usted quería hacerle daño, quería matarla.”
En ese preciso instante, como si hubieran sido convocados por la intensidad del drama, Rómulo y Mauro, el lacayo, irrumpen en el claro, atraídos por los gritos desgarradores. La escena que encuentran los deja petrificados: Eugenia al borde del colapso, sollozando junto a la siniestra fuente, María Fernández, erguida y desafiante, protegiéndola, y Leocadia, intentando proyectar una imagen de inocencia ultrajada que ya nadie cree. “¿Pero qué demonios está ocurriendo aquí?”, demanda Rómulo, su voz grave y autoritaria rompiendo la tensión.
Mientras tanto, lejos de los muros de La Promesa, en el austero despacho del obispo, el joven sacerdote Samuel siente cómo gotas de sudor frío recorren su espalda bajo la pesada sotana. La mirada severa del prelado, fija en la carta de denuncia que yace sobre la mesa de caoba, presagia un juicio inminente. “Padre Samuel”, comienza el obispo, su voz profunda y resonante, “las acusaciones que pesan sobre usted son de una gravedad extrema: oficiar un sacramento matrimonial sin las debidas dispensas canónicas, un matrimonio que, según se me informa, resulta problemático y escandaloso para ciertas familias de alta alcurnia e intachable reputación.” La excomunión, la pena más severa que la Santa Madre Iglesia puede imponer, se cierne sobre Samuel como una espada de Damocles. Justo en ese momento de tensión insoportable, la puerta del despacho se abre de golpe sin anunciarse, revelando una figura inesperada: Catalina. ¿Qué trae a la joven hasta este lugar de poder eclesiástico? ¿Será acaso una pieza clave en el oscuro rompecabezas que se está desvelando en La Promesa?