‘La Promesa’, avance del capítulo 603 (27 de mayo): Leocadia Quiere Robar a los Bebés de Catalina

Leocadia quiere robar a los bebés de Catalina. ¿Qué estarías dispuesto a sacrificar por el poder? Este martes 27 de mayo, “La Promesa” alcanza un nuevo nivel de oscuridad y tensión con un episodio que pondrá los pelos de punta. Leocadia, impulsada por ambiciones desmedidas, revela un plan impensable: utilizar a los bebés de Catalina y Adriano como garantía de una alianza con el temido duque de Carvajal y Cifuentes. ¿Se atreverá a separar a una madre de sus hijos para sellar un pacto siniestro? Pero las sombras no se detienen ahí. Curro continúa su investigación sobre Jacobo y el misterioso Esteban Monteclaro, y lo que descubre con la ayuda de Manuel podría cambiarlo todo. Mientras tanto, Eugenia se convierte en el blanco de una conspiración macabra. Leocadia y Jacobo están dispuestos a quebrar su mente con láudano antes de dejarla hablar. En el ala noble, los sentimientos se mezclan con el dolor y la desconfianza. Ricardo se ahoga en la ausencia de Santos mientras Jacobo siembra dudas en el corazón de Martina. Este episodio está cargado de intriga, traición, verdades ocultas y amenazas veladas. ¿Podrá Catalina proteger a sus hijos? ¿Qué une realmente a Jacobo y Monteclaro? ¿Y hasta dónde llegará Leocadia para mantener su imperio en pie? No te pierdas este avance exclusivo del capítulo 603. Cada segundo cuenta en “La Promesa”.

La Aurora, con su promesa de un nuevo comienzo, apenas se atrevía a teñir de tonos pastel los vastos dominios de “La Promesa”. Era como si el sol mismo intuyera la densidad de las tinieblas que se habían congregado entre sus muros durante la noche. Una oscuridad que no provenía de la ausencia de luz, sino de la ponzoña destilada en almas carcomidas por la codicia, el rencor y una sed insaciable de poder. Y en el vórtice mismo de este huracán de maquinaciones, Leocadia, envuelta en un aura de gélida determinación, desplegaba con meticulosidad casi quirúrgica los hilos de un plan tan desalmado que haría palidecer al propio Maquiavelo.

La propuesta inaudita de Leocadia: los inocentes como fianza de un pacto infernal.

La víspera, cuando la luna era una astilla de plata en el terciopelo negro del cielo, Leocadia había concertado un encuentro secreto con el duque de Carvajal y Cifuentes. No fue una petición, sino una exigencia velada, una invitación que el duque, a pesar de su orgullo, no se sintió en posición de declinar. Él, un hombre avezado en los juegos de poder, acostumbrado a que el mundo se doblegara a sus caprichos, la recibió en la penumbra de su biblioteca personal, un santuario de tomos antiguos y secretos aún más vetustos. El aire olía a cuero viejo, a rapé y a la tensión palpable que emanaba de la figura de Leocadia.

“Mi apreciado duque”, inició Leocadia, su voz un susurro que, sin embargo, cortaba el silencio como una cuchilla afilada. Sus ojos, pozos oscuros de ambición, se clavaron en los del aristócrata, escrutando, desafiando. “Sabe tan bien como yo que nuestra naciente alianza es el cimiento sobre el que ambos construiremos imperios. Para usted, la consolidación definitiva de un poder que ya es formidable; para mí…”, hizo una pausa, permitiendo que una sonrisa enigmática, casi imperceptible, jugueteara en sus labios, “…la satisfacción de ver mis modestos intereses prosperar al abrigo de su influencia”.

El duque, recostado en su sillón de cuero con la indolencia estudiada de quien se sabe superior, hizo un gesto con la mano. “Leocadia, querida, su modestia es tan legendaria como su astucia. Vayamos al fondo del asunto. Las horas de la noche son para el reposo o para conspiraciones de altos vuelos, y sospecho que no me ha hecho llamar para discutir el clima”.

La sonrisa de Leocadia se ensanchó mínimamente. “Duque, en efecto, lo que he venido a proponerle no es una simple formalidad, sino el argamasa que unirá nuestras fortunas de manera irrevocable. Un sello de sangre, por así decirlo, aunque sin necesidad de derramar ni una gota… al menos no de forma literal e inmediata”. Su mirada se volvió más intensa, casi hipnótica. “Propongo, mi señor duque, que los recién nacidos de Catalina y Adriano, esos pequeños e inocentes vástagos, sean la garantía viva de nuestro pacto indestructible”.

Si una estatua de mármol pudiera palidecer, el duque de Carvajal y Cifuentes lo habría hecho en ese instante. Por un momento, el aplomo que tanto cultivaba pareció resquebrajarse. Sus dedos, que sostenían una copa de brandy añejo, se crisparon. “Los niños…”, su voz, usualmente un instrumento de mando, sonó hueca, incrédula. “¿Ha perdido usted el juicio, Leocadia? ¿O es esta una de sus retorcidas bromas?”.

“El juicio, mi duque, lo tengo más afilado que nunca”, replicó Leocadia, su tono imperturbable, casi melifluo, como el de una institutriz explicando una lección perversa. “Analícelo con la frialdad que le caracteriza. Esos bebés no son solo carne y hueso, son la llave del futuro de dos linajes. Herederos de fortunas, de influencias… Si se encuentran bajo nuestra, digamos, custodia compartida y bien intencionada, ¿qué podrían hacer Catalina o Adriano? ¿Qué podrían intentar sus familias? Cualquier atisbo de rebelión, cualquier intento de deshacer nuestros acuerdos se vería sofocado por el más primordial de los instintos: el amor parental. Serían el nudo guardián de nuestra alianza, duque, una prenda sagrada, viviente, que nos ataría más fuerte que cualquier juramento escrito en pergamino”.

A YouTube thumbnail with maxres quality

El duque se levantó con brusquedad, derramando unas gotas de brandy sobre la alfombra persa. Caminó hasta la imponente chimenea de mármol. Aunque el fuego estaba apagado, la estancia conservaba un frío que parecía emanar de las propias paredes. La idea era monstruosa, una violación de todos los códigos no escritos, incluso entre los de su calaña. Pero –y aquí radicaba la diabólica inteligencia de Leocadia– también era una jugada maestra: un control absoluto, una seguridad a prueba de traiciones.

“¿Y cuál sería precisamente… el estatus de estos niños en este escenario que usted dibuja con tanta elocuencia?”, preguntó, su voz recuperando parte de su timbre autoritario, aunque una nota de turbación persistía. Se giró para encararla, sus ojos grises como el acero buscando algún resquicio de duda en ella, pero solo encontró una determinación inquebrantable.

“Serían tratados con exquisito cuidado, por supuesto”, respondió Leocadia, como si hablara del hospedaje de príncipes. “Podrían residir en una de sus propiedades más discretas o quizás en un lugar elegido por mí, con personal de nuestra más absoluta confianza. Lejos del bullicio, lejos de las intrigas –salvo las nuestras, claro está–. Catalina y Adriano comprenderían rápidamente que el bienestar de sus pequeños, la frecuencia con la que pudieran verlos, incluso su propia seguridad, dependería enteramente de su lealtad y cooperación incondicional hacia nosotros… y naturalmente, de la perfecta armonía entre usted y yo, duque”.

Un silencio espeso, cargado de implicaciones no dichas, se instaló en la biblioteca. El duque sopesaba la enormidad de la propuesta. Era un pacto con el diablo, sin duda. Pero el premio era el control total, la anulación de cualquier posible amenaza futura por parte de los Luján o los de la Mata. Leocadia, mientras tanto, leía cada matiz en su rostro, cada parpadeo, cada tensión en su mandíbula. Ella no solo buscaba el poder que le conferirían esos niños; anhelaba ver a Catalina doblegada, despojada de su felicidad, como un cruel desquite por afrentas pasadas que solo Leocadia parecía recordar con tanta vívida amargura. Quería ser la gran araña en el centro de la tela, y los bebés, los hilos dorados que atraparían a sus presas más codiciadas.

“Es una proposición extrema, Leocadia”, admitió finalmente el duque, su voz un murmullo ronco. El brillo de la codicia, sin embargo, comenzaba a superar la repulsión inicial en sus ojos. “Me obliga a sopesar principios contra pragmatismo”.

“Los principios son un lujo, duque, que a menudo se interponen en el camino de la grandeza”, replicó Leocadia con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. “El pragmatismo, en cambio, construye imperios. Le concedo hasta el alba para meditarlo. Pero sepa que el tren de la oportunidad no espera indefinidamente. Confío en que su legendaria inteligencia le guiará hacia la decisión más ventajosa para ambos”. Con una inclinación de cabeza que era más un desafío que una muestra de respeto, Leocadia se deslizó fuera de la biblioteca, dejando al duque solo con sus demonios y una copa de brandy que de repente sabía a ceniza.

Y así, mientras las primeras y tímidas luces del martes pugnaban por ahuyentar las sombras de la noche, un mensajero discreto entregaba a Leocadia una nota lacónica. Un simple “sí” rubricado con el sello ducal. El pacto estaba sellado, no con la sangre de un sacrificio ritual, sino con la inocencia robada de dos almas recién llegadas al mundo. Los oscuros fines de Leocadia iban más allá de la simple acumulación de poder; eran la antesala de una venganza cocinada a fuego lento, la destrucción anímica de Catalina, un plato que planeaba saborear con deleite.

Curro desentraña la madeja envenenada de Jacobo Monteclaro.

Mientras Leocadia saboreaba el triunfo de su infame acuerdo, en un rincón más humilde, pero no menos tenso de “La Promesa”, la mente de Curro era un hervidero de sospechas. Desde la llegada de Jacobo, ese individuo de sonrisa fácil y ojos esquivos, una alarma interna no había dejado de sonar en el joven. Su investigación sobre los lazos de Jacobo con el aparentemente respetable Esteban Monteclaro se había convertido en un laberinto de callejones sin salida, silencios elocuentes y verdades a medias que olían a podrido.

“Es como intentar atrapar humo con las manos”, se desahogó Curro con su hermano Manuel, encontrándolo en el refugio habitual de Manuel: las caballerizas. El aroma a paja fresca, cuero y caballo solía calmar los nervios de Manuel, pero la angustia en el rostro de Curro era tan palpable que ni el más noble de los corceles podría disiparla. Manuel, que con gesto experto ajustaba la cincha de su semental andaluz, se detuvo y miró a Curro con atención. La sombra de la preocupación en los ojos de su hermano menor era inusual y alarmante. “¿Qué te ocurre, Curro? Tienes el semblante de quien ha luchado con espectros toda la noche”.

“Y puede que así sea, hermano. Espectros del pasado que se niegan a permanecer enterrados”, replicó Curro, frotándose la frente con gesto cansado. “Es Jacobo. Hay algo fundamentalmente falso en él. Manuel se presenta como un Monteclaro, un primo lejano que busca fortuna, pero su historia está plagada de inconsistencias. He hurgado, he preguntado a antiguos empleados de los Monteclaro, a viejos conocidos de la familia. Sus relatos sobre su juventud, sobre sus padres, cambian según el interlocutor y la forma en que Esteban lo trata. No es la deferencia hacia un pariente; es casi temor reverencial”.

Manuel dejó caer la cincha y se apoyó contra el box del caballo, cruzando los brazos. Conocía la obstinación de Curro cuando una idea se anclaba en su mente. Era como un sabueso que no soltaba la presa. “¿Y qué has conseguido desenterrar de entre tanta palabrería?”.

“Fragmentos, Manuel. Solo fragmentos frustrantes”, admitió Curro, su voz teñida de impotencia. “Pero significativos. Viejas cartas familiares, alguna anotación en un diario olvidado. He encontrado referencias a una deshonra en la familia Monteclaro, un asunto penoso que fue sellado y sepultado hace décadas. Y el nombre de Jacobo –o cualquier variante– no figura en ninguna genealogía oficial que haya podido consultar. Es como si hubiera surgido de la nada, pero con un conocimiento íntimo de los secretos de Esteban”.

Manuel se sumió en sus pensamientos. Él también había notado la extraña dinámica entre Jacobo y Esteban, la forma en que el joven parecía orbitar alrededor de su supuesto pariente con una mezcla de adulación y nerviosismo. “Podría ser un hijo ilegítimo, un bastardo reconocido tardíamente”, sugirió Manuel, aunque la idea sonaba débil incluso para sus propios oídos.

Curro negó con la cabeza. “No lo creo. Hay algo más oscuro, algo premeditado. Su interés en Martina, su insistencia en el matrimonio… Siento que hay una agenda oculta, una venganza larvada”.

“¿Venganza contra quién?”, preguntó Manuel, su ceño fruncido. “Los Monteclaro nunca han tenido una disputa abierta con los Luján”.

“No directamente”, respondió Curro, sus ojos brillando con una intensidad febril. “Pero ¿y si esta deshonra de la que hablan las viejas cartas involucra a los Luján de alguna manera? ¿Y si Jacobo está aquí para saldar una vieja cuenta, utilizando a Martina como peón en su retorcido juego?”.

La idea era escalofriante, pero encajaba con la creciente sensación de inquietud que Curro experimentaba desde la llegada de Jacobo. “Necesitamos más pruebas, Manuel. Necesitamos saber qué une realmente a Jacobo y Esteban Monteclaro y cuál es su verdadero propósito aquí”.

“Buscaré en los archivos de la familia, en los documentos más antiguos”, prometió Manuel, su rostro ahora reflejaba la gravedad de las sospechas de su hermano. “Si Jacobo es una amenaza para Martina o para cualquiera en esta casa, lo descubriremos”.

Eugenia, blanco de una conspiración macabra.

Mientras Curro y Manuel unían fuerzas para desentrañar los secretos de Jacobo, en otra ala de “La Promesa”, Eugenia se convertía en el blanco de una oscura conspiración urdida por Leocadia y su siniestro aliado. La marquesa viuda, resentida por la creciente lucidez de Eugenia y temerosa de que la verdad sobre sus maquinaciones saliera a la luz, había ideado un plan perverso para silenciarla de una vez por todas.

“Eugenia se está recuperando demasiado rápido”, siseó Leocadia en una conversación secreta con Jacobo, sus ojos brillando con una maldad fría y calculada. “Su mente lúcida es un peligro para nuestros planes. Debemos asegurarnos de que no recuerde nada, de que su lengua permanezca atada para siempre”.

“¿Y cuál es su plan, tía?”, preguntó Jacobo, su rostro reflejando la misma falta de escrúpulos que la de Leocadia.

“Láudano”, respondió Leocadia con una sonrisa escalofriante. “Una dosis controlada, administrada de forma constante, quebrará su mente lentamente, sumiéndola en la confusión y el olvido. Hará que sus recuerdos se desvanezcan como humo, y sus palabras carecerán de sentido para cualquiera que la escuche”.

“¿Y quién se encargará de esto?”, inquirió Jacobo, levantando una ceja con curiosidad.

“Tú”, respondió Leocadia, su mirada fija en los ojos de su cómplice. “Te ganarás su confianza, te acercarás a ella con amabilidad y te asegurarás de que tome su ‘medicina’ religiosamente. Nadie sospechará de ti, Jacobo. Eres el prometido de Martina, un miembro bienvenido en esta casa”.

El plan era macabro y despiadado, pero Leocadia estaba dispuesta a cruzar cualquier límite para proteger su poder y sus secretos. Eugenia, sin saber el peligro que se cernía sobre ella, se encontraba cada vez más vulnerable, confiando en la falsa amabilidad de aquellos que deseaban su silencio eterno.

Intriga y desconfianza en el ala noble.

Mientras la oscuridad se extendía por “La Promesa”, en el ala noble, los sentimientos se mezclaban con el dolor y la desconfianza. Ricardo, consumido por la ausencia de su amado Santos, vagaba por los pasillos con el alma herida, aferrándose a la tenue esperanza de su regreso. La alegría parecía haberse marchado de su rostro, dejando tras de sí una sombra de tristeza y resignación.

En medio de este ambiente enrarecido, Jacobo, con su astucia manipuladora, aprovechaba la vulnerabilidad de Martina. Sembraba dudas en su corazón sobre las verdaderas intenciones de Ricardo, insinuando oscuros secretos y motivaciones ocultas. La joven, confundida y dolida por la ausencia de Santos, comenzaba a cuestionar la sinceridad de quienes la rodeaban, cayendo presa de las insidiosas palabras de Jacobo.

¿Podrá Catalina proteger a sus hijos de las garras de Leocadia? ¿Qué oscuros lazos unen realmente a Jacobo y Esteban Monteclaro? ¿Hasta dónde llegará Leocadia para mantener su imperio en pie, incluso a costa de la inocencia? Las respuestas a estas preguntas se desvelarán en un episodio de “La Promesa” cargado de intriga, traición y verdades ocultas, donde cada segundo cuenta y

Related articles

LA PROMESA Jueves 29 de Mayo a las 18:20 Avance capítulo 605 || Serie TVE

En el episodio 605 de La Promesa, que se emitirá el jueves 29 de mayo a las 18:20 en TVE, las tensiones y secretos en el Palacio…

La Promesa – Capitulo 605 AVANCE: Curro descubre al verdadero asesino de Jana!

La intriga que ha mantenido en vilo a los seguidores de La Promesa está a punto de resolverse en el capítulo 605, que se emitirá el jueves…

La Promesa: Catalina y la Carta que Desenmascara Traiciones

La calma en La Promesa se ve abruptamente interrumpida cuando Catalina recibe una carta anónima que revela una conspiración que amenaza con destruir a la familia Luján…

La Promesa: Vera descubre el secreto mortal de Leocadia

Una atmósfera de inquietante quietud envuelve una antigua y decrépita mansión, la hiedra trepadora cubriendo sus muros descoloridos. El silbido del viento a través de las ventanas…

LA PROMESA – Jana regresa para desenmascarar a Lisandro y revelar que él NO ES y NUNCA fue Duque

En el próximo y explosivo capítulo de “La Promesa”, la tensión en el Palacio Luján alcanzará cotas inimaginables, con Lisandro dispuesto a desatar un verdadero infierno emocional…

DESENLACE TRÁGICO CON EUGENIA ENLOQUECIDA || CRÓNICAS de “La Promesa”

“No me mires como si estuviera loca. No lo hagas. No quiero que me mires así. Baja eso, Lorenzo. ¿Me oyes? No lo hagas. Por favor, no…