La promesa, esa finca que solía ser un refugio de paz, ahora se encuentra envuelta en un torbellino de misterio y desconcierto. El primer indicio de que algo grande estaba por suceder llegó con el grito que rompió el silencio de la casa en la mañana del miércoles 6 de agosto. No era un grito de terror, sino de una profunda incredulidad, una reacción inmediata a la escena que se encontraba ante ellos.
En el lugar donde hasta el día anterior colgaba el retrato de la marquesa Cruz, solo quedaba el marco dorado, vacío. El lienzo, ahora hecho jirones, estaba esparcido por el suelo. Lo que parecía un acto de vandalismo, con cortes precisos y vengativos, en realidad era una declaración de guerra. ¿Quién en su sano juicio sería capaz de atentar contra la imagen de la marquesa? Alonso, con furia contenida, no dudó en iniciar una investigación implacable para dar con el culpable. Nadie estaba a salvo de sus sospechas, ni siquiera los más cercanos.
La desconfianza se cernía sobre La Promesa como una nube gris. Los sirvientes murmuraban en los pasillos, y la tensión se podía cortar con un cuchillo. Alonso interrogó a Rómulo, Pía y hasta sus propios hijos, buscando cualquier indicio que lo pudiera llevar al autor de esta afrenta. Sin embargo, el misterio solo crecía, y la atmósfera se volvía irrespirable.
Mientras Alonso se enfrascaba en su investigación, Catalina vivía su propia batalla. Su lucha por la justicia social, defendiendo los derechos de los trabajadores de la finca, la había puesto en contra de su prima Martina, de su novio Adriano y de su propia familia. La brecha entre ellos se hacía más profunda con cada día que pasaba. Catalina, sintiéndose más sola que nunca, encontró consuelo en Simona, la cocinera, quien le dio un consejo que cambiaría su perspectiva: ser buena y ser justa no es lo mismo que ser tonta. Aunque sus ideales parecían ser un lujo que pocos comprendían, Simona le mostró que el camino hacia la justicia no siempre era rápido ni sencillo, pero que si lo hacía con paciencia, podría cambiar las cosas a su manera.
Pero La Promesa no solo era testigo de luchas ideológicas. María Fernández, angustiada por la desaparición de Samuel, se encontraba al borde de la desesperación. Después de semanas de no saber nada de él, se dirigió a Manuel, buscando su ayuda. La angustia en su voz resonó en el joven Luján, quien, a pesar de su propio torbellino de problemas, le prometió hacer lo que estuviera en sus manos para encontrar al sacerdote. Sin embargo, mientras María encontraba algo de esperanza, el destino estaba a punto de darle un giro inesperado.
En la sala principal de la casa, Manuel, abrumado por las decisiones que tenía que tomar, se enfrentaba a un futuro incierto para la empresa familiar de mermeladas. La presión económica y las deudas lo estaban ahogando. La oferta de Leocadia, una competidora agresiva, parecía ser la única salida viable. Después de una conversación telefónica importante que Yana intentó darle en el último minuto, Manuel tomó una decisión trascendental: vendería la empresa. La noticia cayó como una bomba en la mesa familiar, y aunque algunos mostraron alivio, otros, como Catalina, no podían evitar sentir pena por la rendición de su hermano.
Mientras los Luján enfrentaban su propia ruina, en las cocinas, dos criados, Toño y Enora, celebraban en secreto. La compra de la empresa significaba un futuro mejor para ellos. Su amor secreto florecía en medio de la tormenta, y ellos veían en este giro de los acontecimientos la llave para una vida diferente, lejos de La Promesa.
Pero la historia no terminó ahí. La noche se cerraba sobre la casa, y mientras unos celebraban, otros ya sentían el peso de la culpa y las decisiones que cambiarían sus vidas para siempre. La promesa dormía, sin saber que lo peor estaba aún por llegar.
¿Qué opinas de las decisiones de Manuel? ¿Crees que hizo lo correcto al vender la empresa?