“Un nuevo poder se ha instaurado en La Promesa… y no lleva uniforme de mayordomo.”
La frase resonaba en la mente de Ricardo como un eco profético, una advertencia velada de lo que estaba por desatarse en el corazón del palacio.
Con la marcha de Rómulo, todo cambió. Su ausencia fue más que una pérdida administrativa; fue un vacío espiritual. Y ese vacío lo ocupó Cristóbal Ballesteros, un hombre cuya presencia no despertaba simpatía, sino inquietud. Su rectitud, su mirada acerada, su silencio medido… todo en él parecía calculado. Nadie sabía de dónde venía realmente, ni qué propósito lo guiaba. Solo Leocadia, la viuda de Figueroa, creía tenerlo bajo control.
Pero lo que Leocadia no podía imaginar era que ella misma había abierto la jaula al depredador. Cristóbal no era su aliado. Era su juez.
La llegada de Santos, el hijo de Ricardo, fue el primer temblor. Con su arrogancia habitual y una pistola escondida, intentó chantajear a Leocadia, convencido de tenerla acorralada. Pero el duelo en la antigua cochera no terminó como esperaba. Santos desapareció. Sin rastro. Sin cuerpo. Solo el silencio.
Leocadia pensó que lo había manejado. Que el crimen se había enterrado. Pero Cristóbal la estaba observando.
Noche tras noche. Gesto tras gesto. Frase tras frase.
Y cuando llegó el momento, actuó.
La enfrentó en la oscuridad del despacho, solo los dos, sin testigos. Le dijo que lo sabía todo. Cada paso. Cada orden. Cada mentira. No gritó. No amenazó. Solo habló. Y esa fue la tortura más cruel para ella: la frialdad calculada de un hombre que ya tenía el control absoluto.
“Lo que hiciste con Santos… no queda impune”, dijo él.
“¿Qué quieres?”, preguntó ella, temblando.
“Todo”, respondió.
Pero esa era la cortina. Porque en realidad, Cristóbal era policía encubierto. Y su misión no era el poder. Era la justicia.
Durante semanas había reunido pruebas, escuchado confesiones veladas, acumulado testimonios disfrazados de conversaciones casuales. Todo mientras Leocadia lo creía de su lado. Ahora, con el rompecabezas completo, la jugada final se ejecutaba. El silencio se rompería. Y el escándalo sería devastador.
En paralelo, Ricardo, herido por el desprecio, empujado por su hijo y humillado por la nueva autoridad, comenzó su propia lucha. Su dignidad, pisoteada una y otra vez, se convirtió en su fuerza. Subió al despacho de Alonso con una decisión que no había tenido en décadas. No pidió favores. Reclamó su lugar. La audiencia con el marqués fue breve, pero suficiente para iniciar el temblor interno que sacudiría la estructura del servicio.
Y mientras tanto, Pía, testigo silenciosa de todo, entendía que algo más profundo se estaba gestando. Que no solo se trataba de una pelea por cargos. Era una guerra de almas, de lealtades rotas y traiciones que se gestaban al amparo de las paredes antiguas de La Promesa.
En los pasillos, Petra, antes temida, ahora era vigilada. Cristóbal no permitía un solo paso sin su control. Lo que antes era libertad para manipular, ahora era una jaula de protocolo. Y Petra, acostumbrada a mandar desde las sombras, sentía la soga tensarse.
La escena final se acercaba. Y lo que estaba en juego no era solo un puesto o un nombre en el organigrama del palacio.
Era el alma de La Promesa.
Porque cuando el silencio se quiebre y las máscaras caigan, la caída de Leocadia será tan brutal, que ni el oro podrá comprar el perdón.
¿Quién quedará en pie cuando la verdad emerja de las sombras?