“Toma la pila. Mi padre guardaba basura.”
Con esa frase cargada de indiferencia, Federico de Carvajal y Cifuentes entregó al fuego toda una vida de secretos… o casi. Porque en la cima de esa pila de objetos destinados a arder, yacía un tomo de piel negra con broche dorado: el Libro Dorado.

Fue Lope quien, guiado por un impulso que no entendía del todo, rescató el libro antes de que las llamas lo devoraran. A primera vista parecía un viejo recetario. Pero al abrir sus páginas, descubrió algo que lo hizo palidecer. Era el diario personal del duque. Y lo que estaba escrito ahí desmantelaba toda una historia de linaje cuidadosamente construida: Curro no era hijo del marqués de Luján. Era hijo ilegítimo del propio duque.

Esa revelación no solo tambaleaba los cimientos de La Promesa. Era una bomba que podría reconfigurar el poder, las alianzas y los odios más antiguos.

Mientras tanto, en la finca, Catalina defendía sus ideales sociales ante un tribunal interno implacable. Frente a ella: Cruz y el barón de Valladares. “Involucrar a los jornaleros sería anarquía”, sentenció Cruz. Pero Catalina, con una dignidad serena, replicó: “No es anarquía, es justicia. Un trabajador respetado es un trabajador más productivo.” Su lógica fue clara, pero el veneno de sus enemigos ya había comenzado a actuar.

En las sombras del salón, Martina y Jacobo conspiraban. Decidieron falsificar una carta revolucionaria, supuestamente escrita por Catalina, con el fin de incriminarla y arruinar su credibilidad ante la nobleza. “Una vez escrita, se la mostraremos a Manuel”, murmuró Martina con una sonrisa torcida. La traición estaba servida.

Manuel, por su parte, se debatía entre el afecto por su hermana y la presión de una aristocracia que no perdona. Cuando descubriera esa carta, ¿le creería a ella o a los que quieren verla caer?

En el hangar, otro frente de guerra se abría. Enora y Leocadia se enfrentaban en un choque cargado de heridas antiguas. “Esa mujer me odia”, decía Enora con los ojos nublados. Leocadia, con un trapo en mano, limpiaba el fuselaje como si eliminara la presencia de la joven. Sus miradas hablaban más que las palabras, cargadas de rencor, desprecio y miedo.

Y en la cocina, la tensión entre Ángela y Leocadia alcanzaba un punto de ebullición. Rumores sobre el escándalo del marqués de Andújar y Fernando se esparcían como pólvora. Ángela se mantenía firme, pero Leocadia la quería fuera. El calor de los fogones no era nada comparado con el del odio acumulado.

Cristóbal Ballesteros, el nuevo mayordomo, era el agente del cambio. Degradó públicamente a Petra, rebajando su estatus ante todo el servicio. Luego, le anunció a Ricardo su nuevo rol como criado personal del marqués. Con una elegancia cruel, Ballesteros imponía su dominio. Cada mirada, cada orden suya, era un mensaje: ya no hay seguridad en La Promesa.

Lo que nadie sospecha es que Ballesteros no es un simple mayordomo. Sus lazos con el duque de Carvajal y Cifuentes lo convierten en una amenaza directa para Curro. Hann le advirtió vagamente sobre su origen. Y ahora, con ese hombre recorriendo los pasillos, cada palabra mal dicha, cada gesto, podría costarle la vida. Curro sabe que ya no puede esconderse.

En la biblioteca, Catalina se preparaba para su defensa final sin saber que su caída ya estaba en marcha. En el hangar, Enora desmontaba motores mientras desmontaba también sus propias certezas. Y en el fondo del palacio, en una habitación donde el silencio era más denso que el aire, Curro leía una carta que jamás fue enviada: el pacto de silencio entre el marqués y el duque para protegerlo.

Todo converge en un círculo oscuro: un hijo ilegítimo, una hermana desaparecida y un libro casi consumido por el fuego. La historia está por reescribirse. Y esta vez, lo hará con sangre, humo… y verdad.

¿Qué debería hacer Curro ahora que conoce toda la verdad sobre su origen?