“Tú no te preocupes, mi amor, te quiero.”
No fue solo una despedida. Fue una promesa. Fue familia.
El sol apenas acariciaba los cristales de la ventana cuando Fina, con una calma ensayada, miró a Marta a los ojos y supo que había llegado el momento. El día que tanto temían, la partida inevitable. “Llegó”, murmuró Marta, con voz suave, casi quebrada, como si nombrar el momento fuera hacerlo real. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.
Fina lo sabía. Había aprendido a leer los temblores en los labios de Marta, la forma en que sus manos buscaban algo que las anclara. Y sin embargo, allí estaba, de pie, con una serenidad que solo puede tener quien ama profundamente. Se acercó y, con dulzura infinita, la calmó: “Tú no te preocupes, mi amor”.
Pero Marta no podía evitarlo. En sus ojos se amontonaban los recuerdos, las risas compartidas, las caricias robadas en la penumbra de la cocina, los planes susurrados a medianoche. No quería irse. No sin ella. No sin Fina.
Entonces, con voz temblorosa, lo dijo. “Ojalá pudieras venir conmigo.”
Fina no contestó de inmediato. No porque dudara, sino porque quería que sus palabras fueran firmes, eternas. Cuando finalmente habló, lo hizo con la certeza de quien ya ha hecho una promesa en silencio. “Cuando regreses, no te dejaré sola ni un instante. Vamos a criar juntas a ese bebé. Vamos a formar nuestra familia.”
Allí no había una simple despedida. Había un compromiso, un voto de amor que no necesitaba anillos ni testigos. Solo ellas. Solo dos mujeres que, a pesar del mundo, del miedo, del tiempo, habían decidido amarse.
El momento de partir se volvió inevitable. Marta tomó su bolso, y cuando se dirigía a la puerta, Fina la llamó una vez más. No solo para entregarle una colonia olvidada. No. Fue para regalarle un último gesto, un último roce de piel, un último latido compartido.
“Te quiero”, dijo Fina.
Simple. Directo. Honesto.
Y en ese instante, el mundo se detuvo.
Marta la miró. No necesitó responder. Sus ojos lo decían todo. Y entonces cruzó el umbral, dejando atrás a Fina, pero llevándola consigo en cada fibra del corazón.
La casa quedó en silencio. Fina, sola en la habitación, respiró hondo. En su pecho, un remolino de emociones: tristeza, sí, pero también orgullo. Porque había amado sin miedo. Porque había sostenido a Marta en su momento más vulnerable. Porque había elegido esperar.
Esa escena, que podría parecer pequeña entre tantas otras tormentas de la serie, se convirtió en una de las más poderosas. No por lo grandilocuente, sino por lo verdadero. Porque el amor de Fina y Marta no necesita fuegos artificiales. Se construye en lo cotidiano. En los gestos. En las palabras no dichas. En un “te quiero” susurrado cuando el alma tiembla.
En un mundo donde muchas historias de amor aún se escriben a escondidas, esta escena se levanta como un faro: suave, pero firme. Marta y Fina no solo se aman. Se eligen. Se prometen. Se esperan.
¿Puede el amor sobrevivir a la distancia? ¿O hay despedidas que, lejos de separar, sellan algo mucho más fuerte?