“Todo lo que creíste saber sobre nosotras era una mentira.”
La voz de Leocadia retumbó en la biblioteca como un eco de otro tiempo. A su lado, Enora temblaba, no de miedo, sino de memoria. El silencio se hizo insoportable. La verdad, por fin, había salido de entre las sombras.
Mientras el sol descendía sobre La Promesa, un nuevo capítulo de traiciones, confesiones y lealtades nacía entre los muros que alguna vez fueron sinónimo de orden. Ahora, todo era tensión latente. Y todo comenzó con un hallazgo: el nombre “Durán”, archivado en un periódico polvoriento que Curro encontró entre los tomos viejos de la biblioteca.
Ricardo, que aún luchaba por su lugar como mayordomo jefe, recibió el apoyo inesperado del marqués. Fue un gesto silencioso, apenas una mirada, pero suficiente para renovar su valor. En los pasillos, Pía, Vera y Curro tejían una nueva estrategia. Lo que parecía una simple noticia —un incendio de hace 15 años— se convirtió en el hilo conductor de una conspiración que podría desenterrar un asesinato encubierto.
En paralelo, Catalina, con su astucia afilada, desmantelaba las pretensiones del conde de San Esteban. Cada exigencia del aristócrata era respondida con frialdad calculada. Lo que él veía como poder, ella lo convertía en financiación para su sistema de riego. La Promesa ya no era un feudo del pasado, sino el tablero donde Catalina aprendía a reinar con inteligencia.
En el hangar, Manuel y Enora se fundían en una alianza forjada en metal, grasa y voluntad. El motor saboteado no era solo una máquina: era símbolo de su lucha. Toño, expulsado, juraba venganza en silencio, y su mano resentida aún buscaba provocar un nuevo desastre.
Pero nada se comparó a la revelación en la biblioteca. A puerta cerrada, Iñigo de la Vega, nuevo responsable de archivo y logística, rompía su fachada pulida para confesar un pasado compartido con Leocadia. Lo que parecía una coincidencia, era en realidad un pacto antiguo, un lazo turbio que podría arrastrar a todos consigo.
La llegada de Iñigo dejó a Ricardo sumido en la humillación, pero no por mucho tiempo. El marqués, viendo más allá de los títulos, le otorgó el puesto de mayordomo jefe interino. En la cocina, las criadas celebraban discretamente. María Fernández, con lágrimas en los ojos, había entregado todos sus ahorros para regalarle la chaqueta de mayordomo. Fue el símbolo de un cambio real: el mérito sobre la sangre.
Mientras tanto, Curro continuaba con su cruzada por la verdad. Junto a Pía y Vera, trazó una carta falsa de historiadores para contactar con Gervasio Linares, testigo clave de los sucesos que rodearon la muerte de Eladio Durán. Ya no se trataba solo del honor: era una batalla por justicia.
En el silencio de la noche, Angela recuperaba su lugar no con discursos, sino con la calidez de un abrazo de María Fernández, la complicidad de Lope y la promesa firme de Curro:
“No permitiré que Leocadia te pisotee otra vez.”
Y ella, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba sola.
El ambiente en La Promesa había cambiado. Donde antes reinaba la sumisión, ahora florecían alianzas inesperadas. Entre documentos firmados, motores reparados y verdades reveladas, el palacio respiraba un nuevo aire: el del despertar colectivo.
Pero, ¿qué más oculta el pasado de Leocadia e Iñigo? ¿Será suficiente la fuerza de estas nuevas alianzas para enfrentar lo que está por venir?